CRÍTICA DE LA RAZÓN TECNOFEUDAL

 

Evgeny Morozov


 

 

Resumen del artículo publicado en New Left Review 133/134, marzo-junio 2022.

 

 

La observación de Fredric Jameson, formulada en los años noventa, acerca de la dificultad para imaginar el fin del capitalismo, parece haber perdido vigencia. Durante décadas, la imaginación política progresista permaneció paralizada, pero en la actualidad, en un clima cultural dominado por la proliferación de distopías, ese bloqueo mental ha quedado atrás. Sin embargo, lo que emerge no es necesariamente la esperanza de un futuro mejor, sino más bien la sospecha de que el capitalismo podría estar cediendo el paso a una forma de dominación aún más inquietante. El capitalismo tardío se manifiesta como una realidad tóxica, compuesta por crisis climática, desigualdades extremas, represión policial y pandemias; no obstante, la imaginación distópica, que ha recobrado popularidad, permite pensar que su colapso podría desembocar en una transformación hacia algo peor.

En este ejercicio especulativo, tanto la izquierda como la derecha coinciden en un diagnóstico sorprendentemente similar. La antigua idea de que el fin del capitalismo conduciría a un horizonte de emancipación —bajo la forma de socialismo democrático, anarcosindicalismo o liberalismo clásico— ha perdido fuerza. En su lugar, emerge un consenso que sugiere que el nuevo régimen se asemejaría al feudalismo, una categoría que carece de defensores respetables. Este “neofeudalismo” no evoca, sin embargo, un pasado medieval literal, sino que se presenta adornado con aplicaciones digitales, eslóganes de marketing y promesas de felicidad virtual. Los vasallos contemporáneos no visten armaduras, sino camisetas de lujo y zapatillas de diseñador.

La noción de tecnofeudalismo ha sido defendida desde ángulos ideológicos diversos. Desde la derecha, Joel Kotkin denuncia el poder de los tecnooligarcas, mientras que pensadores neoliberales como Glen Weyl y Eric Posner argumentan que este sistema “frena el desarrollo personal, al igual que el feudalismo frenó la adquisición de educación o la inversión en la mejora de la tierra”. Incluso en sectores de la derecha radical, agrupados bajo etiquetas como “neorreacción”, el neofeudalismo ha llegado a ser visto como un modelo deseable.

En la izquierda, figuras como Yanis Varoufakis, Mariana Mazzucato o Wolfgang Streeck han empleado el término con cautela. Ninguno afirma que el capitalismo haya sido reemplazado por completo o que se esté regresando a la Edad Media; más bien, sostienen que ciertos rasgos del capitalismo actual —el estancamiento prolongado, la redistribución regresiva de la riqueza, el consumo ostentoso de las élites— evocan características de un orden feudal.

Más allá de su potencial provocador, el concepto pretende iluminar el funcionamiento de la economía digital, donde empresas como Google o Amazon operan en un espacio ambiguo: ¿son capitalistas, rentistas o meros intermediarios? Estas preguntas condicionan cómo entendemos el capitalismo contemporáneo, cada vez más dominado por empresas que parecen extraer rentas en lugar de crear valor. La crítica de la izquierda al carácter extractivista del sistema encuentra en el imaginario feudal una metáfora poderosa: si los capitalistas de hoy son simples rentistas, ¿no deberían ser vistos como señores feudales modernos?

En última instancia, el persistente uso del lenguaje feudal parece reflejar menos una agudeza conceptual que una debilidad intelectual. Es como si la izquierda ya no pudiera comprender el capitalismo sin recurrir al lenguaje moral de la corrupción y la decadencia. La tarea pendiente consiste, por tanto, en profundizar en los rasgos específicos que distinguen al capitalismo de sus formas precedentes y en las dinámicas particulares de la economía digital.

Casi todos quienes hablan de neofeudalismo lo hacen de manera crítica y lo consideran un retroceso hacia un orden opresivo. Pero cuando se señala que este supuesto regreso es indeseable, surge la pregunta: ¿qué es lo malo exactamente? La respuesta varía porque el concepto de “feudalismo” es en sí mismo ambiguo. Para algunos, se trata sobre todo de un sistema económico que debe juzgarse por su productividad; para otros, es un sistema sociopolítico que debe evaluarse según cómo se ejerce el poder y sobre quién recae.

En la tradición marxista, el feudalismo se entiende fundamentalmente como un modo de producción. Los campesinos poseían herramientas y acceso a tierras, lo que les daba cierta autonomía, pero los señores feudales se apropiaban del excedente mediante mecanismos extraeconómicos —ley, costumbre o violencia—. Con el capitalismo, esa extracción se volvió económica: la explotación quedó oculta bajo la apariencia de un contrato voluntario. Para historiadores no marxistas, en cambio, el feudalismo se contrapone al Estado burgués, que impone leyes generales y asegura derechos. Así, mientras para los marxistas lo opuesto al campesino feudal es el obrero capitalista, para los no marxistas es el ciudadano moderno.

Ambas tradiciones coinciden en que deberían poder identificarse rasgos básicos del feudalismo y comprobar si reaparecen en el presente. Si se piensa como sistema económico, ese rasgo podría ser una clase dominante parasitaria; si se piensa como sistema sociopolítico, podría ser la privatización del poder y su ejercicio arbitrario. Detectar hoy dinámicas de este tipo permitiría hablar de una “refeudalización” de la sociedad, sin afirmar que vivimos en un neofeudalismo completo.

Precursores de esta idea incluyen a Jürgen Habermas, quien hace décadas habló de una «refeudalización de la esfera pública» para describir cómo los intereses capitalistas absorbieron los espacios de discusión crítica. Más recientemente, el sociólogo alemán Sighard Neckel ha retomado este concepto para argumentar que el neoliberalismo ha favorecido la reaparición de fenómenos premodernos, como la precariedad laboral y nuevas oligarquías. Neckel sostiene que la modernización neoliberal no debe entenderse como progreso lineal ni como simple involución, sino como un proceso paradójico que rechaza los órdenes sociales burgueses.

De manera similar, el jurista francés Alain Supiot utiliza el término para analizar cómo la neoliberalización y la digitalización están reabriendo espacios al poder privado, socavando la protección que el Estado de derecho otorgaba a los ciudadanos. La digitalización, en particular, inserta a las personas en redes donde su autonomía depende de reputaciones y posiciones relativas, often sin plena conciencia de ello.

Frente al ruido mediático en torno al “neofeudalismo”, los análisis de Neckel y Supiot ofrecen una mirada más profunda y matizada sobre las contradicciones de la modernización neoliberal, recordando que el debate no puede reducirse a comparaciones simplistas con el pasado.

Las tesis de Robert Brenner, que enfatizaban una transición al capitalismo basada en transformaciones de las relaciones de clase y propiedad en la campiña inglesa, no lograron convencer a todos los sectores intelectuales. En años recientes, han surgido perspectivas que argumentan que la explotación y la expropiación no son esferas separadas, sino que se sostienen mutuamente en una relación de interdependencia. Ejemplos notables incluyen al sociólogo alemán Klaus Dörre, con su reflexión sobre el «acaparamiento de tierras» capitalista inspirado en la idea de Landnahme de Rosa Luxemburgo, y a la teórica Nancy Fraser, quien insiste en que la expropiación crea y recrea de manera continua las condiciones que hacen posible la explotación. Estas discusiones metodológicas, muy presentes en los debates actuales sobre el capitalismo, el clima, la raza o el colonialismo, son herederas directas de las tensiones no resueltas entre la visión de Brenner y la de Immanuel Wallerstein.

En este marco conceptual, el concepto de «acumulación por desposesión», introducido por David Harvey en su libro The New Imperialism (2003), tuvo un impacto considerable. Harvey prefirió el término “desposesión” sobre “primitiva” porque entendía este proceso no como una fase inicial ya superada, sino como un mecanismo continuo y permanente dentro del desarrollo capitalista. Según su definición, «la acumulación primitiva, en resumen, implica la expropiación y la cooptación de los logros culturales y sociales preexistentes, así como la confrontación y la usurpación». Esta visión se distanciaba significativamente de la de Brenner, para quien los capitalistas no cooptaban logros previos, sino que eliminaban, con apoyo estructural, prácticas económicas consideradas improductivas.

Sin embargo, la prometedora noción de Harvey terminó volviéndose excesivamente amplia y ambigua en su aplicación. En The New Imperialism, una gran variedad de prácticas muy dispares —desde los esquemas Ponzi y la privatización de activos estatales hasta la biopiratería o la mercantilización de la naturaleza— parecían caer bajo el paraguas de la “acumulación por desposesión”. No es de extrañar, por tanto, que concluyera que esta forma de acumulación se había convertido en la predominante en la era contemporánea. El propio Brenner, en una reseña crítica publicada en 2006, objetó esta “definición extraordinariamente expansiva”, argumentando que la volvía analíticamente inútil, y calificó de «incomprensible» la idea de que la desposesión hubiera reemplazado a la acumulación capitalista propiamente dicha.

No obstante, esta incomprensión mutua solo surge si se parte del presupuesto incuestionado de que aún nos encontramos en un régimen capitalista. Si, por el contrario, se acepta la hipótesis de que estamos transitando hacia un sistema distinto, de rasgos más bien feudales, la afirmación de Harvey cobra un sentido mucho más pleno. En escritos posteriores, el propio Harvey vinculó explícitamente la “acumulación por desposesión” al proyecto neoliberal, caracterizándolo no como un motor de producción, sino esencialmente como un proyecto redistributivo orientado a transferir riqueza de las mayorías hacia las élites, o desde los países pobres hacia los ricos. De este modo, en la práctica, su perspectiva se alineó más con la de Wallerstein, añadiendo a los mecanismos de transferencia tradicionales otros nuevos, como las rentas derivadas de la propiedad intelectual y el conocimiento.

Su tesis ha sido ampliamente adoptada, especialmente en el Sur global, para analizar dinámicas contemporáneas de extractivismo y acaparamiento de tierras, agua o minerales. El esquema general que se postula es el siguiente: en primer lugar, se produce una desposesión mediante medios extraeconómicos (violencia, legalidad cooptada); luego, se extraen rentas de manera continuada gracias a los derechos de propiedad establecidos. Sin embargo, este retorno de la extracción al ámbito económico no implica necesariamente un regreso a un “capitalismo normal”. El propio Harvey advertía en 2014: «Si todo el mundo trata de vivir de las rentas y nadie invierte en la fabricación de nada, entonces, claramente, el capitalismo se dirige hacia la crisis». Una crisis que, aunque él no la describa en términos estrictamente neofeudales, invita potentemente a pensar en un sistema cuya lógica operativa se parece mucho más al feudalismo que al capitalismo generativo y productivo.

Un mensaje similar al de Harvey se encuentra en los planteamientos de teóricos del llamado «capitalismo cognitivo», como Carlo Vercellone o Yann Moulier-Boutang, inspirados por la tradición operaista italiana de Toni Negri. Desde esta perspectiva, la «multitud» —heredera conceptual de la clase obrera y ahora dotada de tecnologías de la información— habría alcanzado un grado de autonomía inédito. El capital, argumentan, ya no controla de manera directa el proceso de producción, el cual se desarrolla en espacios intelectualizados fuera de la fábrica tradicional. Los capitalistas actuales, por tanto, ya no se dedicarían a organizar e innovar, sino a custodiar derechos de propiedad intelectual y restringir las libertades comunicativas de la multitud, comportándose como rentistas parasitarios de la creatividad social general. Esta visión fortalece la hipótesis del tecnofeudalismo: si los trabajadores cognitivos realizan su labor con sus propios medios (ordenadores, software), llamar “capitalismo” a un sistema donde la clase capitalista no organiza la producción parecería, en el mejor de los casos, irónico.

No obstante, como advirtió el pensador George Caffentzis, la desaparición de los gerentes directos en algunos sectores no prueba automáticamente que las ganancias de las empresas sean rentas y no beneficios capitalistas. Muchas firmas modernas están altamente automatizadas y carecen de asalariados directos, pero siguen operando bajo una lógica capitalista al absorber plusvalor generado en otras partes de la economía global. La competencia, como ya explicó Marx, redistribuye los beneficios y premia a quienes logran una mayor productividad mediante la automatización, sin que ello implique necesariamente un cambio de sistema.

La teoría del tecnofeudalismo comparte con la del capitalismo cognitivo la idea central de que las redes de información y datos no orientan la economía hacia una lógica capitalista clásica de beneficio y explotación, sino hacia una lógica feudal basada en la renta y la desposesión. Una explicación inmediata de este fenómeno reside en la expansión sin precedentes de los derechos de propiedad intelectual, que generan relaciones de poder arbitrario y privado, tal como advirtió el jurista australiano Peter Drahos ya en 1995 al prever un «feudalismo de la información».

Otro rasgo que parece encajar en modelos feudales es la extracción constante de datos a partir de la actividad cotidiana de los usuarios. Nuestros rastros digitales son fundamentales para alimentar algoritmos y publicidad conductual, lo que nos hace indispensables para la maquinaria de recopilación de datos. Frente a esto, algunas teorías postulan que los usuarios realizan un «trabajo digital gratuito». En cambio, la académica Shoshana Zuboff interpreta este proceso en términos de «desposesión digital». En su influyente obra The Age of Surveillance Capitalism, afirma que «somos los pueblos nativos cuyas reivindicaciones tácitas de autodeterminación se han desvanecido de los mapas de nuestra propia experiencia». Su análisis, inspirado en Harvey, se centra en los procedimientos de empresas como Google para apropiarse de datos de usuarios, aunque, significativamente, ella elige mantener el término “capitalismo” de vigilancia en lugar de optar por “feudalismo”.

El enfoque de Zuboff, que podríamos llamar «usuarismo», reduce todo el modelo de negocio a la secuencia usuario-datos-publicidad, pasando por alto otras dimensiones cruciales. Para comprender realmente el modelo de Google, resulta ilustrativa una comparación con Spotify. Mientras Spotify no es rentable debido a los altos pagos por licencias a discográficas (los verdaderos rentistas en su cadena), Google obtiene beneficios astronómicos. La clave de su éxito no reside únicamente en la vigilancia de usuarios, sino en su capacidad para indexar gratuitamente vastas cantidades de conocimiento humano generado por otros, apropiándose de un valor preexistente sin compensar a sus creadores. Esto se asemeja menos a un “feudalismo de la información” y más a una suerte de “comunismo de la información” distorsionado, donde el ideal de organizar todo el conocimiento del mundo encubre una apropiación masiva.

La publicación de Techno-féodalisme (2020), del economista francés Cédric Durand, representa el intento más sólido hasta la fecha de analizar seriamente las lógicas económicas del posible neofeudalismo. Durand argumenta que el dinamismo capitalista, que dependía de la presión competitiva para forzar inversiones en productividad, se está quebrando. El auge de los activos intangibles —especialmente los datos— revierte la separación capitalista de los factores de producción, creando una nueva «fusión» que impide su movilidad. Atrapados en los «jardines amurallados» de las plataformas, nuestros datos nos ligan a ellas, debilitando la competencia y permitiendo a estas empresas apropiarse de valor sin producir de manera directa. «Bajo esta configuración —escribe Durand— la inversión se orienta al desarrollo no ya de las fuerzas productivas, sino de las fuerzas de depredación».

Aunque Durand se apoya en Zuboff, su razonamiento adolece de un cierto «usuarismo» al ignorar el papel crucial de la indexación en el modelo de Google. La empresa no es un mero rentista; también opera como una empresa capitalista estándar en muchos aspectos. Su posesión de datos sí abre un debate legítimo sobre la renta, pero reducir su modelo únicamente a la desposesión de datos de usuarios resulta simplificador y no captura la totalidad de su operación, la cual se basa en gran medida en la apropiación gratuita de información producida por terceros.

El razonamiento de Cédric Durand sobre el tecnofeudalismo se apoya, en parte, en el trabajo del economista Duncan Foley acerca de las rentas de la información. Foley, siguiendo una línea marxista, sostiene que el plusvalor no se apropia únicamente en los lugares donde se genera, una distinción teórica que, según el texto, no ha sido suficientemente incorporada por algunas corrientes de pensamiento. Si se tratan los vastos recursos intangibles —protegidos por derechos de propiedad intelectual— del mismo modo que los economistas clásicos trataban la renta de la tierra, entonces las grandes plataformas tecnológicas no serían capitalistas, sino rentistas disfrazados. «Ni siquiera es necesario ser un capitalista para competir por una parte de este fondo de plusvalor», escribe Foley. Los derechos de propiedad que permiten a un propietario excluir a otros del acceso a un recurso, ya sea tierra fértil o un algoritmo, generan rentas que forman parte del plusvalor global, aunque no guarden una relación directa con la explotación del trabajo.

La analogía es potente: la tierra equivale a los datos; las empresas tecnológicas, a terratenientes no capitalistas; sus ingresos, a rentas. Foley utiliza el ejemplo de una cascada: una vez que alguien es dueño de ella, obtiene una renta sin necesidad de hacer nada. No obstante, poseer activos intangibles puede ser aún más lucrativo, pues, a diferencia del agua, que es escasa, una canción o un algoritmo pueden generar rentas de manera casi infinita. La pregunta crucial es si Google y sus similares son como ese propietario ocioso de la cascada, que «no necesita mover un dedo» para participar en el plusvalor generado en otra parte. Foley responde afirmativamente.

Sin embargo, esta interpretación plantea una contradicción evidente: si estas empresas son meras rentistas, ¿por qué invierten sumas astronómicas en investigación y desarrollo? Alphabet (Google) gastó entre 16.600 y 27.500 millones de dólares anuales en I+D entre 2017 y 2020; Amazon destinó 42.700 millones solo en 2020 y emplea a más de un millón de personas. ¿Puede considerarse eso «no mover un dedo»? Además, un análisis detallado de sus balances muestra que, en realidad, poseen menos activos intangibles en proporción que hace una década, ya que su modelo requiere una enorme infraestructura física —centros de datos, redes logísticas— que contradice la imagen de un rentismo puro.

Frente a esta objeción, Durand podría recurrir al concepto de «depredación», tomado de Thorstein Veblen, para argumentar que estas inversiones masivas no se orientan a la producción, sino a desarrollar «fuerzas de depredación» que permiten capturar valor sin generar productividad real. No obstante, integrar a Veblen y Marx en un mismo marco analítico presenta dificultades. Para Marx, la depredación y el sabotaje eran características del feudalismo, no del capitalismo, donde los capitalistas —aun apropiándose de plusvalor ajeno— siguen siendo agentes productivos. De hecho, Marx fue claro: una empresa totalmente automatizada que no emplea trabajo directo sigue siendo capitalista, pues se apropia de plusvalor en forma de beneficio, no de renta. La confusión, según el texto, surge de no entender qué produce exactamente Google: si se acepta que su mercancía son los resultados de búsqueda —un servicio que requiere una inmensa inversión de capital—, entonces no hay motivo para no tratarla como una empresa capitalista convencional.

El enfoque tecnofeudal, además, adolece de otro problema: tiende a invisibilizar el papel del Estado. Durand y otros teóricos del tema barely mencionan el rol fundamental que ha tenido el gobierno estadounidense en el surgimiento de gigantes como Google, Amazon o Facebook. La estrecha relación entre Silicon Valley y Washington sugiere que lejos de debilitar al Estado, estas empresas se han desarrollado en simbiosis con él. Ignorar esta dimensión geopolítica empobrece el análisis.

En última instancia, la tesis tecnofeudal podría ser más un síntoma de las limitaciones de ciertas lecturas marxistas contemporáneas que un avance teórico real. La necesidad de acudir a conceptos como «depredación» o «acumulación por desposesión» revela una dificultad para explicar, con las categorías clásicas del capitalismo, fenómenos nuevos pero no necessarily ajenos a su lógica.

Actualmente, la única forma de integrar la explotación y la expropiación en un modelo coherente es ampliar nuestra concepción del capitalismo mismo, como ha propuesto Nancy Fraser. Hacia los años setenta, aún era posible considerar fenómenos como el trabajo no libre o los intercambios comerciales desiguales como elementos externos al núcleo del capitalismo. Sin embargo, esta visión ha sido crecientemente cuestionada por investigaciones históricas rigurosas. La expropiación ha recibido mayor atención, desdibujando la pureza analítica con la que se solían formular las «leyes de movimiento» del capital.

Jason Moore anticipó este cambio de perspectiva al afirmar que «el capitalismo prospera cuando las islas de producción e intercambio de mercancías pueden apropiarse de océanos de naturalezas potencialmente baratas situadas al margen del circuito del capital, pero esenciales para su funcionamiento». Estos «océanos» incluyen conocimientos, datos y trabajo no pagado, entre otros. Frente a esto, una concesión importante que debería hacer el marxismo político es abandonar la idea de que el capitalismo se caracteriza por una separación funcional entre lo económico y lo político. En la práctica, lo político ha sido determinante para garantizar el acceso a energía barata, mano de obra no libre, minerales o datos, es decir, las condiciones que hacen posible la acumulación.

Ellen Meiksins Wood argumentó que esta separación fue en gran medida una ficción creada por la teoría económica burguesa. No obstante, su relato simplificó la naturaleza de la coerción bajo el capitalismo. Al describir la apropiación privada como una «privatización de la política», pasó por alto el papel activo del Estado en la constitución de lo económico. Como señala Bruno Latour respecto a la modernidad, la declaración de una separación entre polos es justo lo que permite su híbridación productiva. Algo similar ocurre con lo político y lo económico en el capitalismo: se proclama su división, pero en la práctica se entrelazan de modo indisociable.

Esto ayuda a entender por qué Robert Brenner siempre fue escéptico ante la teoría de la «acumulación por desposesión» de David Harvey: para él, al referirse a redistribución —vía mercados o violencia— y no a producción, no lograba explicar el paso a la acumulación capitalista «ordinaria». Sin embargo, la evidencia histórica reciente —desde la crisis de 2008 hasta la pandemia— ha hecho insostenible ignorar el papel de la redistribución coercitiva en el capitalismo actual. El propio Brenner, en un texto de 2020 sobre los rescates por Covid-19, admitió que «lo que hemos visto durante un largo periodo de tiempo es un empeoramiento del declive económico acompañado de una intensificación de la depredación política».

Al carecer de un marco que integre explotación y redistribución, Brenner sugiere que la creciente dependencia de los capitalistas de la redistribución estatal los aleja del capitalismo «puro» y los acerca a un sistema con resonancias feudales. Esto preserva la pureza teórica de su modelo original, pero genera problemas analíticos y políticos. Las debilidades de la tesis tecnofeudal de Durand son, en parte, herederas de estas tensiones no resueltas en el debate Brenner-Wallerstein.

Paradójicamente, la mejor prueba de que la acumulación vía innovación sigue viva podría hallarse en el mismo sector tecnológico que Durand tilda de feudal. Si abandonamos macro-narrativas y analizamos estas empresas como lo haría Marx —como productoras capitalistas—, obtendremos una imagen más precisa. Admitir que la expropiación siempre ha sido constitutiva de la acumulación capitalista nos libera de invocar anacronismos feudales. El capitalismo sigue adaptándose, movilizando todos los recursos disponibles, cuanto más baratos mejor. Como dijo Braudel, es «infinitamente adaptable». Esto no lo hace más benévolo, pero nombrarlo como feudalismo —un régimen pasado— nos arriesga a blanquear las violencias del capitalismo actual.