EL MARX DE PELUCHE DE LA IZQUIERDA BLANCA LATINOAMERICANA
El radicalismo teórico marxiano como coartada para la gestión neoliberal
En las últimas décadas, América Latina ha sido un laboratorio donde la izquierda se transformó, lentamente, en un agente administrador del orden capitalista. El tránsito desde el socialismo revolucionario hacia el progresismo de gestión no ha sido un simple cambio táctico, sino una mutación ideológica profunda. Y en ese proceso, la apropiación del lenguaje marxista por parte de intelectuales vinculados a gobiernos socialdemócratas ha tenido un papel central.
Lo que antes fue una teoría para destruir el Estado burgués, se ha vuelto una gramática de la gobernabilidad capitalista.
La clave de esta transformación está en cómo ciertos marcos teóricos -el "marxismo sin sujeto" de Michael Heinrich, la "ética del otro" de Enrique
Dussel, la teoría del populismo de Laclau y Mouffe, e incluso una lectura gestionista de García Linera-han sido asimilados en el discurso del progresismo regional para neutralizar la dimensión revolucionaria del marxismo-leninismo.
El objetivo ha sido y es reemplazar la lucha de clases por la política de consensos, la crítica de la economía política por la gestión humanitaria, y la estrategia socialista por el populismo electoral.
1. Heinrich y la neutralización de la crítica: un marxismo sin lucha de clases
Michael Heinrich, figura central de la llamada "nueva lectura de Marx" (Neue Marx-Lektüre), sostiene que el pensamiento de Marx no constituye un sistema cerrado ni una teoría de la crisis. En su interpretación, el marxismo debe abandonar toda pretensión teleológica o política, limitándose a analizar las categorías del capital con precisión lógico-epistemológica. Lo que Heinrich ofrece, en suma, es un Marx convertido en filólogo, un teórico crítico ajeno a todo proyecto sociohistórico, un pensador sin clase y sin revolución.
Desde luego, la lectura higienizada que Heinrich propone es una lectura profundamente ideológica. Cada uno de sus esfuerzos por desmenuzar en sentido lógico-epistémico las afirmaciones teóricas de Marx, busca ante todo fragmentar el sentido de conjunto de sus hallazgos, despojándolos de todo poder explicativo y de toda agencia política. Así por ejemplo, al negar la ley de la caída tendencial de la tasa de ganancia y, con ello, el carácter históricamente finito del capitalismo, Heinrich disuelve por completo la posibilidad de una política revolucionaria.
Pero el profesor alemán no se queda ahí: niega incluso que exista siquiera la necesidad de tal política revolucionaria. Es que si el capital ya no se autodestruye por sus contradicciones internas, sino que simplemente "se reconfigura" una y otra vez asimilando toda tensión y toda exterioridad, entonces el marxismo deja de tener sentido como ciencia de la revolución, y debe quedar reducido a una mera sociología crítica de la reproducción.
Heinrich no propuso su teoría en un vacío. A su manera, sintetizó la evolución contradictoria de ciertas corrientes marxistas europeas de la segunda mitad del siglo pasado, dándole una expresión concentrada a sus lados más flojos. Por un lado, hizo suya la crítica autonomista y operaísta al "dogmatismo autoritario" de los partidos y sindicatos de izquierda, excluyendo la defensa de la lucha de clases que animaba a esa crítica. Por otro lado, acogió la crítica "antidogmática" proferida por la "nueva lectura de Marx" que buscaba "reconstruir" las categorías y el método del viejo.
Heinrich se convirtió de esta forma en uno de los más destacados voceros del rechazo al "marxismo tradicional", arrojado al basurero de la historia junto con los partidos marxistas, los sindicatos obreros y los socialismos reales.
En el contexto latinoamericano, la lectura de Heinrich ha sido funcional y ha ofrecido inspiración a los progresistas tecnocráticos, que en nombre de un vago horizonte humanista se presentan como administradores racionales del capitalismo periférico. Al invocar un Marx sin lucha de clases y ajeno al marxismo revolucionario, esos nuevos bernsteinianos justifican la coexistencia del neoliberalismo económico con un discurso cultural de izquierda. Heinrich, en manos del progresismo neoliberal, se transforma así en uno de los santos patronos del "marxismo sin conflicto": un marxismo que analiza, pero no combate; que comprende, pero no transforma. O peor: un marxismo que confunde el análisis con la apología de la gestión tecnocrática, que cree combatir al capitalismo cuando consiente al encarcelamiento perpetuo de quienes se le resisten, y que se imagina comprender la realidad cuando apenas se limita a justificarla.
2. Dussel y la ética del otro: del marxismo crítico al humanismo de Estado
Enrique Dussel, desde la filosofía de la liberación, buscó reintroducir la dimensión ética en la crítica del capital.
Frente al fetichismo y la cosificación, propuso una "ética de la vida" y una "crítica desde la exterioridad del oprimido" Su esfuerzo por recuperar la subjetividad negada por la modernidad capitalista tiene un valor innegable, pero también un riesgo: el de convertir la lucha política en una categoría moral abstracta.
En su lectura de Marx, Dussel priorizó la vida como principio ontológico anterior al trabajo y al valor. Este procedimiento, que sustituye la crítica inmanente del modo de producción por una crítica trascendente de orden moral, es más cercano a la filosofía del antimarxista Levinas que al método de Marx: Dussel no admite que el capital se autodestruya por sus contradicciones internas, por lo que propone una ética de la exterioridad (la víctima, el oprimido), donde el "deber ser" moral se impone al "ser" del capital. Ya no hay crítica dialéctica: el "Otro" como portador de la verdad moral reemplaza al trabajador socialmente determinado.
Desde el punto de vista del materialismo histórico, este desplazamiento es problemático: la vida se vuelve un absoluto metafísico que sustituye la contradicción material entre capital y trabajo. De alli surge un discurso ético que el progresismo gubernamental latinoamericano ha sabido capitalizar: la "ética del cuidado", la "inclusión" y la "vida digna" se transforman en etiquetas morales que legitiman una política que no toca las estructuras de acumulación, sino que las humaniza. El resultado es una especie de cristianismo posmoderno de Estado: la política se redefine como administración moral de los excluidos, y el conflicto social se sustituye por la compasión institucional.
Esta ética se vuelve funcional al capitalismo global, al convertir la emancipación en una forma de gestión de la culpa. En vez de destruir las condiciones de explotación, se busca compensarlas simbólicamente, y esto da lugar a una retórica capaz de justificar todas las opresiones y miserias de la gestión progresista como costos necesarios para "mejorar la vida de la gente" a través de reajustes, bonos y otras asistencias siempre efímeras y precarias.
El dusselismo se revela así como un intento de conciliación con el liberalismo posmoderno, sustituyendo la categoría conflictiva de proletariado por una categoría más administrable: la de los pobres y excluidos.
Esta visión moral no sólo justifica la gestión estatal de la economía neoliberal; también legitima a ese estrato de militantes progresistas empleados en gestionar la miseria a través de una turbia red paraestatal de ONGs y fundaciones. Para esa gente, abandonar el núcleo revolucionario del marxismo es un impulso espontáneo determinado por su ser social, como necesidad imperiosa.
El dusselismo con el que reconcilian el neoliberalismo económico con la retórica humanista, es su indispensable "ética de la gobernanza", la filosofía moral que necesitan para legitimar su administración del capital periférico. Allí, Marx no es más que un elemento decorativo.
3. Laclau y Mouffe: del antagonismo a la hegemonía sin revolución
Ernesto Laclau y Chantal Mouffe introdujeron en los años ochenta una reinterpretación posmarxista de la política, basada en la noción gramsciana de "hegemonía" como articulación discursiva. Para ellos, la lucha de clases no es el motor exclusivo de la historia: los sujetos políticos se construyen en torno a demandas heterogéneas que se condensan en significantes vacíos. La política, entonces, no consiste en abolir las relaciones de producción capitalistas, sino en construir un pueblo mediante la articulación simbólica de demandas populares.
Esta perspectiva ha tenido una enorme influencia en la retórica progresista latinoamericana. El populismo laclauiano ofrece una fórmula atractiva para las izquierdas gubernamentales: permite hablar de antagonismo sin tocar la estructura económica, permite invocar al pueblo sin mencionar la clase, alardear de revolución mientras se demoniza la dictadura del proletariado. En ese sentido, Laclau y Mouffe son los teóricos por excelencia del posmarxismo de Estado, donde la hegemonía se reduce a comunicación política y la contradicción capital-trabajo se disuelve en la retórica del "nosotros" frente al “ellos”.
Esta teoría no pasa de ser, en realidad, una forma sofisticada de revisionismo. Al negar la primacía de las relaciones materiales y sustituirlas por la lógica del discurso, se abandona el núcleo del materialismo histórico.
La lucha de clases, el partido revolucionario, la conquista del poder estatal se sustituyen por el "liderazgo carismático" y la "construcción de consenso".
La consecuencia práctica es visible en toda la región: los gobiernos progresistas se proclaman "hegemónicos" cuando en realidad sólo han constituido bloques multiclasistas que gestionan el capitalismo dependiente, condenándose así a perpetuar la rápida alternancia en el poder con sus adversarios políticos como un efecto inevitable de su imaginario antiautoritarismo. De ahí que su discurso populista se limite a articular el malestar popular en torno a símbolos de identidad -la nación, el pueblo, la patria-, mientras mantiene intacta la estructura de dominación del capital. Laclau y Mouffe ofrecen la coartada teórica perfecta para legitimar una izquierda sin ruptura, un populismo de gestión que oscila entre la movilización simbólica y la obediencia macroeconómica.
4. García Linera: la dialéctica de la administración
Álvaro García Linera, más cercano al marxismo clásico que los autores anteriores, representa un intento de reconciliar la gestión estatal con la teoría de la revolución. En su pensamiento, el Estado plurinacional aparece como un "espacio de condensación de contradicciones" en el que el bloque popular puede disputar hegemonía. Sin embargo, en la práctica, esa concepción desemboca en una teoría de la transición sin ruptura, donde el Estado capitalista no se destruye, sino que se gestiona desde dentro.
García Linera insiste en que el socialismo debe pasar por una "fase estatal-comunitaria" de administración del excedente. Pero en el marco del capitalismo dependiente latinoamericano, esa "fase" tiende a perpetuarse indefinidamente. La prometida transición deviene reproducción del capital bajo dirección progresista.
Pero el Estado burgués no puede transformarse desde dentro, porque su estructura de clase no es neutral. Lenin lo demostró de forma contundente en El Estado y la Revolución: el proletariado no puede tomar la máquina estatal como un instrumento, sino que debe destruirla y construir una nueva forma de poder. En contraste, la concepción de García Linera convierte al Estado en un mediador racional del conflicto social, lo que, en la práctica, conduce a la desmovilización y a la tecnocratización del proceso político.
El resultado, nuevamente, es un marxismo de gestión: un lenguaje revolucionario que sirve para justificar la gobernabilidad capitalista. Si Heinrich ofrece la coartada teórica del marxismo sin sujeto, y Dussel la coartada moral del marxismo humanista, Laclau, Mouffe y Linera aportan la coartada institucional del progresismo de gestión neoliberal. Todos ellos -aunque desde perspectivas distintas- terminan legitimando la idea de que el capitalismo puede ser administrado ética, discursiva o comunitariamente, sin destruir sus fundamentos.
5. Marx y Lenin se revuelcan en sus tumbas
Hasta aquí analizamos algunos referentes del marxismo esterilizado, usados como coartada por la socialdemocracia neoliberal para gestionar el capitalismo periférico bajo un ropaje "progresista". Ahora veremos cómo esa izquierda blanca ha intentado apropiarse de la tradición revolucionaria marxista-leninista para justificar sus políticas proempresariales y proimperialistas.
Los socialdemócratas, cuando son criticados por su reformismo, a menudo repiten la excusa de que "por más de izquierda que seas, debes tratar realistamente de hacer las reformas que sean posibles bajo las condiciones actuales". Desde luego, hay una conexión innegable entre esa postura y las ideas del marxismo-leninismo sobre el cambio histórico. En su 18 Brumarlo de Luis Bonaparte Marx reconoció que siempre actuamos bajo circunstancias históricas que no podemos elegir libremente. Lenin siempre insistió en que los revolucionarios deben luchar lidiando con las condiciones concretas que se les presentan, no siguiendo deseos e ideales abstractos. En Latinoamérica, este enfoque realista inspiró los mayores logros anticoloniales y socialistas del siglo XX.
Algunos socialdemócratas se jactan de seguir estrictamente esa lógica marxista, cuando promueven reformas mitigadoras de los peores excesos del capitalismo, bajo condiciones que supuestamente no permiten hacer más que eso. Razonan así: "como no hay un movimiento popular masivo que busque superar el capitalismo, lo único que podemos hacer es administrar el capitalismo tal como es". Este razonamiento circular constituye una falacia llamada petición de principio: la conclusión ("no se puede hacer la revolución") es igual que la premisa ("no se está haciendo la revolución").
Esa forma de razonar es totalmente ajena al pensamiento marxista-leninista. Cuando Marx y Lenin decían que "debemos luchar bajo las condiciones reales tal y como son", nunca sugirieron que eso implicara gestionar el Estado capitalista sin expropiar el poder económico de la burguesía. Cuando justificaron las reformas, fue porque las entendían como un complemento de los esfuerzos para impulsar un movimiento proletario decidido a derrocar el capitalismo. Por el contrario, el reformismo de la socialdemocracia neoliberal excluye por completo el horizonte de revolución proletaria socialista, y de hecho busca impedir que se desarrolle.
A esto se referían Marx y Engels cuando escribieron que "una parte de la burguesía desea mitigar las injusticias sociales, sólo para garantizar la perduración de la sociedad burguesa" (Manifiesto Comunista, 1848). La socialdemocracia es la cara política de esa fracción de la burguesía, a la que se une una capa de intelectuales arribistas de origen proletario que adoptan la ideología socialdemócrata con la esperanza de incorporarse a la burguesía a través de la gestión del Estado.
Esos elementos desclasados, que muchas veces se mantienen cercanos a corrientes revolucionarias dentro del proletariado, cumplen el papel de enturbiar las distinciones políticas de clase, presentando a la socialdemocracia neoliberal como continuadora del realismo marxista-leninista. Esos elementos siempre han existido y siempre cumplieron el mismo rol, pero desde 1990 con el desplome del socialismo soviético y el consiguiente debilitamiento de la izquierda marxista, han venido teniendo cada vez más éxito: tras sumarse al coro de voces que decretaban el fracaso del comunismo y el fin de la historia, se empaparon de teoría posmoderna, adoptaron luego el marxismo esterilizado de los Heinrich, Dussel y Laclau, y terminaron reinterpretando en clave neoliberal a autores marxistas que siempre habían afirmado el socialismo revolucionario o que buscaban revigorizarlo bajo condiciones adversas.
6. La apropiación contrarrevolucionaria de Gramsci
Puede que Gramsci sea uno de los más robustos referentes del marxismo revolucionario que el progresismo neoliberal se apropió, esterilizándolo para sus propios fines. Su concepto de hegemonía, originalmente pensado como estrategia para la conquista del poder por la clase trabajadora, fue reinterpretado en clave socialdemócrata como base de una política de consenso cultural que naturaliza el orden capitalista en vez de impugnarlo. En esta lectura, la hegemonía ya no es la organización del proletariado como clase dirigente, sino la gestión simbólica de la sociedad civil desde el Estado capitalista intacto, por parte de una renovada burguesía fiscal.
En Chile la apropiación de Gramsci tuvo un papel importante en la construcción de la institucionalidad cultural que los partidos de la Concertación edificaron para legitimar la gobernanza empresarial y pro imperialista. Una institucionalidad que por décadas ha servido a la pequeña burguesía progresista para mostrar su propia hegemonía como si fuera hegemonía "del pueblo", volviendo incuestionables las políticas de "diálogo social" "participación ciudadana" y "cultura democrática" que blindan las relaciones de producción capitalistas.
La apropiación socialdemócrata del concepto gramsciano de hegemonía, aunque aparenta ser una "estrategia de izquierda", en realidad es análoga y complementaria a la apropiación de Gramsci por parte de ultraderechistas como Agustín Laje, Alain de Benoist o Genaro Sangiuliano.
En ambos casos, Gramsci es puesto de cabeza para hacerle decir lo contrario de lo que dijo. Mientras Gramsci propuso la hegemonía proletaria como dirección cultural y ruptura política, los socialdemócratas la reducen a simple administración del capitalismo por parte de la pequeña burguesía progre; y allí donde Gramsci denunció el cretinismo parlamentario y el economicismo, ellos lo leen como si hubiera sido un defensor del parlamentarismo burgués y del desarrollo sostenible. La ultraderecha por su parte, siguiendo el ejemplo socialdemócrata, ha sabido llenar el espacio dejado por ese vaciamiento del legado teórico y político del comunista italiano.
7. Marta Harnecker tergiversada
En un libro publicado mientras colapsaban los socialismos reales (Vanguardia y crisis actual, 1990), Marta Harnecker confrontó las tesis leninistas sobre la conducción revolucionaria con la práctica de las vanguardias marxistas latinoamericanas en ese período. Allí diagnosticó correctamente que "en la etapa actual, la revolución latinoamericana tiene un carácter democrático y antimperialista", pero también demostró haberse engañado sobre el papel histórico de la izquierda liberal, al sugerir que las "fuerzas progresistas no marxistas" podrían impulsar la agenda democrática si adoptaban un enfoque "antiimperialista" y "revolucionario".
Esta esperanza infundada abrió la puerta a la ilusión de que la socialdemocracia podría constituirse como "sujeto político de la revolución" y así "realizar transformaciones estructurales y materializar un programa de descolonización y justicia social" en nuestro continente.
Desde los días en que Harnecker incurrió en ese error, la socialdemocracia ha sabido capitalizar la falsa noción de que ellos serían los llamados a "centralizar el conocimiento y la estrategia" sin los cuales "la clase obrera se dispersa en luchas locales y episódicas" (Lenin). Según esta narrativa, la construcción de vanguardias marxistas que impulsen políticas socialistas y antiimperialistas, sería algo obsoleto e impracticable, y en todo caso innecesario dado que la socialdemocracia ya estaría haciéndose cargo de la única tarea "posible": gestionar la democracia capitalista sin tocar los intereses del imperialismo yanqui.
Naturalmente, Harnecker previó las limitaciones objetivas del período y los riesgos implicados. Ella entendió que tras la proliferación de dictaduras brutales en toda América Latina, la tarea más inmediata de las vanguardias revolucionarias se parecía a la que habían asumido décadas antes los comunistas rusos, chinos y vietnamitas, quienes antes de construir el socialismo habían tenido que satisfacer las demandas democráticas por paz, pan, tierra, libertad, soberanía y autodeterminación nacional.
No obstante, Harnecker advirtió que esa lucha tendría "un carácter burgués, si se limita a buscar la restauración de la democracia burguesa, o un carácter proletario o popular, si busca construir una democracia real para el pueblo", la que "no es concebible sin cambios económico-sociales radicales y si la lucha democrática no adquiere un contenido antioligárquico y antimperialista.”
Por estas reflexiones, a Marta Harnecker se la recuerda como una figura intelectual clave para la continuidad de la tradición marxista-leninista en América Latina. Su "dialéctica de lo posible" sin duda ha sido crucial para mantener vivo un pensamiento crítico que busca realizarse en la praxis política, y por más que a principios de los 90 ella haya depositado una injustificada confianza en la socialdemocracia como actor capaz de impulsar la democracia popular y el antiimperialismo, ese error no invalida sus aportes, y no la convierten en defensora de la socialdemocracia neoliberal, como algunos querrían creer.
8. Los desclasados de la posverdad socialdemócrata
Como expliqué más arriba, la pretensión de los socialdemócratas neoliberales de estar encarnando el realismo marxista, se cae por su propio peso. No sólo porque parte de una falacia lógica de petición de principio, sino porque su punto de partida político, ideológico y de clase tiene un carácter burgués. Desde el día en que la socialdemocracia chilena recibió la banda presidencial de manos de Pinochet, ella sólo ha buscado consolidar la democracia burguesa, negándose terminantemente a fomentar en su interior cualquier forma de poder popular y proletario. Su gestión de la democracia carece de cualquier rasgo antioligárquico y antiimperialista, y de hecho apunta en la dirección contraria:
En ausencia de un movimiento popular bien organizado, activo y con aspiraciones socialistas, lo que uno esperaría de unos políticos realistas inspirados en Marx y en Lenin, es que si llegan a ostentar el poder estatal como mínimo lo utilicen para fomentar la auto-organización de masas y la toma de conciencia mediante la educación política; y que se apoyen en esa fuerza social para impulsar medidas audaces que reduzcan tanto como sea posible la tasa de explotación e incrementen la capacidad de movilización política de las masas.
La socialdemocracia neoliberal hace exactamente lo contrario: disuade la auto-organización, activamente desmoviliza a las masas, en vez de educar en sentido marxista se limita a repetir los clichés más rancios sobre la ciudadanía democrática, el diálogo social y la unidad nacional basada en el sometimiento de todos al capital. Lo cual no tendría nada de sorprendente, si no fuera porque así y todo hay una intelectualidad desclasada que intenta convencernos de que esa política en realidad sería parte de una meditada y astuta estrategia marxista-leninista que buscaría crear condiciones favorables para el socialismo.
En esa pretensión absurda, los agitadores intelectuales de la socialdemocracia neoliberal se revelan, una vez más, como los parientes pobres del neofascismo: igual que los bots de Johanes Kaiser y José Kast, quieren hacernos creer que uno de los pilares que sostienen al capitalismo, es en realidad una fuerza de izquierda, marxista y por si fuera poco, leninista.
Aún cuando son incapaces de percatarse de ello, quienes justifican a la socialdemocracia neoliberal sugiriendo que ésta sigue una línea de realismo marxista-leninista, con ese absurdo en realidad están promoviendo una variante de la "posverdad" que está desintegrando a la sociedad y entregándole los pueblos en bandeja a las peores formas de dominación capitalista e imperialista.