EL MARXISMO OCCIDENTAL

 

Domenico Losurdo

 

Libro completo en PDF (Editorial Trotta, 2019)

 

 

Nota editorial

 

Con esta serie de resúmenes parciales de El marxismo occidental, mi objetivo es estimular la lectura del libro completo. No obstante, este tipo de exposición resumida forma parte de la pedagogía revolucionaria que necesitamos desarrollar. La lucha por el socialismo no es un asunto académico, sino un problema práctico que requiere de una buena teoría, tanto como de medios didácticos que la den a conocer, así como de organización y estrategia.

En Chile el hábito de lectura está por debajo del promedio global, y el porcentaje de adultos que no comprende lo que lee duplica al de la OCDE. Además, hoy en internet los bots producen más contenido que los seres humanos, y cada vez domina más la publicidad comercial disfrazada de filosofía, la propaganda reaccionaria, y la distracción pudre-cerebros (“brainrot”). En este escenario, difundir textos marxistas en internet es como sostener un foco prácticamente invisible de guerrilla cultural, sujeto a las limitaciones típicas de una política clandestina. Sin un sector militante organizado que le de un uso práctico, esta actividad no tendría sentido.

Tal como advertía hace poco el compañero Néstor Kohan, es mejor que este esfuerzo se haga desde el anonimato. Entre otras cosas, para distanciarse de esos “críticos” que condenan por igual al capitalismo y al marxismo, y que leen, traducen y comentan textos sólo para obtener reconocimiento, status académico o monetización. Esa carrera de micro-celebridades intelectuales es perfectamente compatible con la desatención general que domina en internet, y no le exige en lo más mínimo a los concursantes aportar a una estrategia política organizada.

El marxismo-leninismo sigue la lógica opuesta: nuestro método es diversificar los medios y los lenguajes, a fin de incluir en el conocimiento teórico a todos cuanto sea posible incluir en una práctica organizada de vanguardia. No hacemos teoría para triunfar en el mercado intelectual, sino para propiciar la revolución socialista. Esta es la base mínima para la construcción del partido que debe llevarnos más allá del capitalismo.

 

CAPÍTULO I. 1914 Y 1917: NACIMIENTO DEL MARXISMO OCCIDENTAL Y ORIENTAL

 

3. Estado y nación en el Oeste y en el Este

 

A principios del siglo XX, la crítica revolucionaria en Europa se dirigía principalmente contra el aparato estatal y militar, vistos como instrumentos de opresión. Pensadores como Georg Lukács denunciaban el reclutamiento obligatorio como "la más abyecta esclavitud que se haya visto nunca" y condenaban al "Moloch del militarismo" que devoraba millones de vidas humanas. Walter Benjamin, por su parte, atacaba el servicio militar obligatorio como corazón del militarismo, entendido como "el deber universal de recurrir a la violencia como medio para la consecución de los fines del Estado". Lukács llegó a definir el Estado como "tuberculosis organizada" o "inmoralidad organizada" que se manifestaba como voluntad de poder, guerra, conquista y venganza.

Ernst Bloch insistía en que el Estado se había revelado como "esencia típicamente coercitiva, pagana, satánica", un monstruo que debía ser eliminado. Consideraba que solo en su "sentido bolchevique" podría funcionar temporalmente como un mal necesario pero transitorio. Para estos pensadores, el patriotismo y el chovinismo alimentaban al Estado militarista, sirviendo no a las naciones sino a los intereses del capital y las dinastías gobernantes. Bloch contraponía la "retórica de la tierra natal" con el universalismo medieval que no reconocía fronteras nacionales.

Esta postura, con claras influencias anarquistas, contrastaba radicalmente con la que surgía en los movimientos marxistas de Oriente tras la Revolución de Octubre. Lenin, si bien denunciaba la "esclavitud militar" impuesta a la población y visualizaba para el proletariado victorioso solo "un Estado en vías de extinción", definía el imperialismo como la presunción de las "naciones modelo" de arrogarse "en exclusiva el privilegio de formar Estados". Para los pueblos coloniales, la lucha no era por un Estado en extinción sino por un Estado en formación, por el reconocimiento de su derecho a la autodeterminación y por sacudirse el estigma de ser considerados incapaces de autogobierno.

Sun Yat-Sen, fundador de la primera república china, sintetizaba este pensamiento anticolonial cuando señalaba que las naciones imperialistas "ven con favor el cosmopolitismo" y hacen todo por desacreditar el patriotismo como "algo mezquino y antiliberal" para mantener su posición privilegiada como patrones del mundo.

El contexto histórico era crucial: en 1919, mientras la Rusia soviética renunciaba a los privilegios territoriales del zarismo, el Tratado de Versalles transfería a Japón los privilegios alemanes sobre Shandong, revelando que las democracias occidentales perpetuaban las condiciones semicoloniales de China. Esto impulsó el Movimiento del 4 de Mayo, del que surgirían muchos dirigentes comunistas.

Mao Tse-Tung explicaba que "gracias a los rusos, los chinos descubrimos el marxismo". Tras más de setenta años de resistencia infructuosa contra el imperialismo -desde las guerras del Opio hasta la rebelión de los bóxers-, los chinos habían probado y abandonado sucesivamente las armas ideológicas del feudalismo y luego las de la burguesía occidental (teoría de la evolución, derecho natural, república burguesa). La Revolución de Octubre les trajo el marxismo-leninismo, momento en que "los chinos dejaron de ser intelectualmente pasivos y tomaron la iniciativa", finalizando "el período de la historia mundial moderna en que se miraba con desprecio a los chinos y la cultura china".

Para Mao, el marxismo no provocó la revolución en China; fue más bien la resistencia secular del pueblo chino la que, tras una larga búsqueda, encontró en el marxismo-leninismo la conciencia de sí misma y el instrumento para terminar con el dominio colonial.

Esta misma perspectiva se observaba en Ho Chi Minh, quien como "Nguyên el Patriota" no veía contradicción entre internacionalismo y patriotismo en el contexto de la lucha anticolonial. Confesaba que lo que inicialmente le empujó hacia Lenin y la Tercera Internacional "fue el patriotismo, no el comunismo", emocionándose profundamente con las tesis sobre la liberación de los pueblos coloniales y su derecho a constituirse en Estados nacionales independientes.

En Oriente, pues, el marxismo y el comunismo representaban la verdadera arma ideológica para poner fin a la opresión colonial y al desprecio imperial, culminando una búsqueda secular de dignidad nacional y reconocimiento. Mientras en Occidente se soñaba con la desaparición del Estado, en Oriente se luchaba por constituirlo.

 

4. La "economía dineraria" en el Oeste y en el Este

 

La Primera Guerra Mundial fue interpretada en Occidente no solo como resultado de la competencia imperialista por mercados y materias primas, sino también —y muy significativamente— desde una perspectiva moralista, como manifestación de la auri sacra fames, la execrable sed de dinero. Esta visión, que entendía el conflicto como expresión de una corrupción espiritual más que como fruto de un sistema social concreto, generó un clima intelectual que encontró en Ernst Bloch una de sus expresiones más elaboradas.

Para Bloch, superar el capitalismo implicaba algo sustancialmente más profundo que el mero reemplazo económico: significaba "la liberación del materialismo de los intereses de clase en cuanto tales", e incluso "la abolición de todo componente económico particular". Argumentaba que el hombre "no vive solamente de pan", y que lo material, aunque necesario, solo prepara el terreno histórico. Los verdaderos agentes del cambio no son los procesos económicos impersonales —"que tienen lugar fuera de nosotros"— sino los seres humanos actuando desde su libertad e impulso vital. Criticaba a Marx por no otorgar suficiente autonomía al "hombre nuevo" y al poder creador del ímpetu moral, considerando que en el orden social definitivo ese "momento moral" debía ocupar un lugar central.

En Espíritu de la utopía, Bloch enfatizaba que los sóviets no solo debían abolir "cualquier economía privada" sino también toda "economía dineraria", haciendo desaparecer la "moral mercantil, que consagra todo cuanto hay de malvado en el hombre". La revolución era thus una tarea política y espiritual cuyo objetivo último consistía en la "transformación del poder en amor".

Walter Benjamin coincidía en la crítica radical, aunque con matices propios. Describía la economía existente como una fiera salvaje que "se descontrola así que el domador le da la espalda", no como una máquina que pudiera simplemente ajustarse. La solución no era hacerla "más eficaz" sino contener o eliminar su naturaleza predatoria.

En Rusia, la Revolución de Octubre generó una similar desconfianza hacia la economía. La instauración de la Nueva Política Económica (NEP) en 1921, que ponía fin al austero "comunismo de guerra", provocó reacciones de escándalo entre muchos revolucionarios. Como recordaba un veterano bolchevique: "Todos los jóvenes comunistas crecimos en la convicción de que el dinero desaparecería para siempre […] Si volvía a haber dinero, ¿no volvería a haber ricos?". Lenin, consciente del riesgo de ser acusado de traición, insistió en la necesidad del desarrollo económico para un país devastado por la guerra y amenazado internacionalmente. Incluso Stalin debió polemizar posteriormente con quienes pretendían suprimir inmediatamente la "producción mercantil" y la "economía monetaria" en nombre de la pureza revolucionaria.

El panorama en China era radicalmente diferente. En las zonas liberadas controladas por el Partido Comunista desde fines de los años veinte, la situación enfrentaba un doble desafío militar y económico. El Kuomintang buscaba rendirlos no solo mediante la fuerza sino through el estrangulamiento económico. Edgar Snow observó que, pese a las prohibiciones de comercio, los comunistas establecían "un floreciente tráfico de exportaciones" through senderos montañosos y sobornos a guardias fronterizos para obtener "las necesarias manufacturas". Mientras en Rusia y Europa la economía monetaria era demonizada, en China representaba la posibilidad misma de supervivencia revolucionaria. Comercio y dinero no eran males abstractos sino herramientas concretas de resistencia.

Este contraste Oriente-Occidente se acentuó con el tiempo. En Europa, la lucha obrera por mejores condiciones entraba en conflicto con el esfuerzo productivo que alimentaba a las potencias fascistas expansionistas. En China, en cambio, la invasión japonesa hizo evidente lo que Mao definió como "la identidad entre la lucha nacional y la lucha de clases". El desarrollo económico se convirtió en parte esencial tanto de la resistencia nacional como de la lucha de clases.

Por eso Mao exhortaba en 1943, incluso en plena guerra: "Todos los organismos, las escuelas y unidades del Ejército deben dedicarse activamente a cultivar los huertos, a la cría de cerdos, a recoger leña […] Los dirigentes deben aprender sistemáticamente el arte de dirigir a las masas en la producción. Quien no estudia con atención los problemas de la producción no es un buen dirigente". La economía había dejado de ser un mal abstracto para convertirse en instrumento de liberación concreta.

 

5. La ciencia, entre guerra imperialista y revolución anticolonial

 

El episodio del "delegado de Indochina" en el Congreso de Tours de 1920 merece ser retomado, pues encierra un sentido decisivo. Ho Chi Minh había emprendido un largo viaje a Occidente y cabía preguntarse cuál era su propósito real. Truong Chinh (1965, 8), quien en 1930 participó con él en la fundación del Partido Comunista Indochino, ofreció la respuesta: su permanencia en Francia tenía un objetivo preciso, aprender la cultura del país y apropiarse de su ciencia y técnica. No se trataba de un simple exilio ni de una aventura personal, sino de un plan consciente de formación para trasladar a su tierra los conocimientos necesarios para la emancipación nacional.

De forma semejante actuaron los revolucionarios chinos, comenzando por Sun Yat-sen. Entre 1896 y 1898 residió en Europa y se convirtió en "uno de los visitantes más asiduos de la biblioteca del Museo Británico". Sin embargo, su interés no era tanto el estudio de la economía capitalista como el de lo que llamaba el "secreto" de Occidente: la tecnología, sobre todo la militar. La idea era clara: si China quería sobrevivir frente a las potencias coloniales debía apropiarse de los instrumentos técnicos que habían garantizado la supremacía de sus opresores.

Ese mismo espíritu continuó con los programas de "Trabajo y estudio", que enviaban jóvenes al extranjero para formarse y luego aplicar ese saber a la causa revolucionaria. Varios de ellos, tras pasar por Francia, fundaron el Partido Comunista Chino. En París coincidieron con Ho Chi Minh figuras como Chu En-lai, Deng Xiaoping o Chen Yi, quienes fueron puestos en contacto con comunistas franceses gracias al propio Ho (Collotti Pischel, 1973, 99-100 y 159-160). Esta red de exiliados absorbía conocimientos técnicos y, al mismo tiempo, fortalecía vínculos con el movimiento comunista internacional.

Mao Tse-tung también estuvo ligado a este proceso, aunque eligió otro camino. En una conversación con Snow explicó que había renunciado a viajar a Europa porque "consideré que no conocía lo suficiente mi propio país y que por ello me aprovecharía mucho más el tiempo en China". No era una crítica a quienes partían, pues él mismo relataba que ayudó a organizar clases de francés en Pekín para estudiantes que viajarían a Francia dentro del programa de "Trabajo y estudio", muchos de ellos de la escuela normal de Hunan, futura cantera de revolucionarios (Snow, 1938, 170).

Podría hablarse aquí de una división del trabajo revolucionario. Mientras Mao permanecía en China para conocer en detalle la realidad de un país vasto y complejo, otros viajaban a Occidente para asimilar ciencia y técnica. Ambos caminos coincidían en una convicción común: la salvación nacional exigía apropiarse críticamente de los saberes de las potencias que habían impuesto la condición colonial. El caso de Chu En-lai es ilustrativo: tras liderar en 1919 el movimiento del 4 de mayo y pagar con un año de cárcel, marchó luego a Francia en busca de conocimientos técnicos útiles para la revolución (Snow, 1938, 57-58). Esa lucha iniciada en las calles chinas se prolongaba así en uno de los países más desarrollados de Occidente. Décadas más tarde, Deng Xiaoping (1989/1992-1995, iii, 303) lo resumiría con contundencia: "la ciencia es fundamental, y debemos reconocer su importancia".

Mientras tanto, en Occidente la ciencia y la técnica eran percibidas de manera mucho más ambivalente. Bujarin, que había viajado por Europa y Estados Unidos antes de regresar a Rusia en 1917, advirtió con lucidez el fenómeno de la hipertrofia estatal provocado por la guerra. Lo llamó un "nuevo Leviatán, ante el cual la fantasía de Thomas Hobbes parece un juego de niños". Todo estaba "movilizado" y "militarizado", desde la economía hasta la cultura o la medicina. La "descomunal máquina técnica" se había vuelto "una enorme máquina de muerte" (Bujarin, 1915-1917/1984, 140-141). Era una observación pionera sobre lo que más tarde se llamaría "totalitarismo", aunque establecía un vínculo quizá demasiado directo entre ciencia, técnica, capitalismo y guerra.

Este enfoque se acentuó en la cultura alemana de entreguerras, país que más se implicó en el desarrollo de armas químicas y en la aplicación bélica de la ciencia. Benjamin (1928/1972-1999, iv.1, 147) señalaba que para los "imperialistas" el "sentido de la técnica" se reducía al "dominio de la naturaleza", útil sobre todo en la guerra. De ahí que "la técnica ha traicionado a la humanidad y ha transformado el lecho nupcial en un mar de sangre". Más tarde, en sus Tesis de filosofía de la historia, subrayó cómo los "progresos en el dominio de la naturaleza" podían acompañarse de terribles "regresiones de la sociedad". El poderío militar del Tercer Reich era la negación radical de la ilusión, muy presente en el movimiento obrero, según la cual ciencia y técnica conducirían necesariamente a la emancipación (Tesis 11).

Incluso pensadores comunistas reflejaron esta atmósfera crítica. En Historia y conciencia de clase, Lukács identificaba la "creciente mecanización" con la "reificación" y la "desespiritualización" (Lukács, 1922, 179). Esa hostilidad hacia las ciencias naturales era ajena al marxismo clásico, pero se comprendía tras los horrores de la guerra (Anderson, 1976, 28, 131 y 161 \[trad. esp., 72]). A este clima se sumó la Gran Depresión de 1929: el desempleo masivo y la crisis se percibieron como prueba de que el progreso técnico no equivalía a liberación.

Simone Weil (1934, 33 \[trad. esp., 40]) afirmó que "\[sea cual sea el sistema político-social en que opere,] el actual régimen productivo, esto es, la gran industria, reduce al trabajador a poco más que un engranaje de la fábrica, a un simple instrumento en manos de quienes lo dirigen"; las esperanzas en el "progreso técnico" eran ilusorias. Horkheimer (1942, 3 \[trad. esp., 101]) añadía que "las máquinas se han convertido en medios de destrucción, y no solo en sentido literal \[…]; en lugar de hacer superfluo el trabajo, han vuelto superfluos a los trabajadores".

En este contexto recobró fuerza una consigna anarquista anterior. Bakunin (1869, 270-271) había escrito: "¿Dónde reside hoy, principalmente, el poder de los Estados? En la ciencia \[…] Sobre todo la ciencia militar". Para él, barcos de vapor, ferrocarriles y telégrafos, puestos al servicio de la estrategia militar y la centralización política, reforzaban el dominio estatal. Ciencia y técnica significaban opresión tanto en el campo de batalla como en la fábrica. Por ello sostenía que la "ciencia burguesa" debía combatirse al igual que la "riqueza burguesa", pues "los progresos modernos de la ciencia y de las artes" aumentaban tanto la "esclavitud intelectual" como la "material" (Bakunin, 1869, 269-272).

Aunque Marx había refutado estas ideas, la Primera Guerra Mundial y la Gran Depresión las reactivaron en Occidente. Horkheimer y Adorno, en los años cuarenta, pudieron así escribir que el "imperialismo" y la guerra eran "la forma más terrible de la ratio", pero no la única. Según ellos, "el orden totalitario le otorga todos sus derechos al pensamiento calculador, y se atiene a la ciencia en cuanto tal. Su canon es la cruda eficacia" (Horkheimer y Adorno, 1944, 95 y 92 \[trad. esp., 134 y 131]).

Podemos sintetizar el contraste: en Occidente, ciencia y técnica aparecían absorbidas por el "nuevo Leviatán" descrito por Bujarin, convertidas en instrumentos del capitalismo para intensificar la explotación del trabajo y preparar la "máquina de muerte" en la pugna por la hegemonía mundial. En Oriente, en cambio, eran concebidas como recursos imprescindibles para resistir la dominación de ese mismo Leviatán. Mientras en Occidente las guerras, la crisis de 1929 y el ascenso del fascismo reavivaban la crítica contra la técnica y la modernidad, en Oriente prevalecía la urgencia de conquistar el conocimiento científico, incluso al precio de confrontar tradiciones culturales que dificultaban su desarrollo.

 

6. Marxismo occidental y mesianismo

 

Quiero plantear una primera comparación entre cómo se fue formando el marxismo en Europa y cómo tomó forma en Asia. Según Merleau-Ponty (1955, 298), Marx imaginaba el "futuro no capitalista" como "un Otro absoluto", es decir, como una ruptura total y sin continuidad alguna con el capitalismo. Esa manera de pensar el futuro como un corte radical es muy típica del marxismo europeo, pero en Oriente casi no aparece. Allí, en países pobres y con economías muy frágiles, antes que soñar con destruir de raíz al capitalismo había un interés fuerte en aprovechar sus "maravillas": ese poder enorme de desarrollo productivo que el Manifiesto comunista reconocía en el propio capitalismo (mew, iv, 465). Por eso Mao podía afirmar en 1940 que su revolución buscaba, antes de llegar al socialismo, "allanar el terreno para el desarrollo del capitalismo". Se trataba, claro, de un capitalismo limitado y bajo control político, pensado como etapa necesaria hacia transformaciones más profundas. Para Mao, el futuro poscapitalista no era un mundo externo y opuesto al capitalismo, sino un proceso que recogía lo mejor de ese sistema —su capacidad de crear riqueza y progreso— para superarlo y transformarlo en algo distinto.

Las razones de esta diferencia no están solo en las condiciones materiales, sino también en las tradiciones culturales de cada región. En Occidente, el marxismo se mezcló con la herencia del mesianismo judeocristiano, sobre todo después de la Primera Guerra Mundial. Allí, el final de la guerra se interpretaba como la oportunidad para un mundo nuevo, libre de mal, pecado y miseria histórica. Ernst Bloch, por ejemplo, vio en 1918 aquella guerra como una "cruzada" contra el "mal radical", en la que luchaban la Entente y, sobre todo, "la cristiandad en lucha, la ecclesia militans" (Bloch, 1918/1985, 316-317). Tras la Revolución de Octubre, ese mismo Bloch habló de convertir el poder en amor y de acabar con la "moral mercantil", a la que consideraba la raíz de todos los males.

Bloch quiso dejar claro que su propuesta no era una fantasía irreal, sino lo que llamó una "utopía concreta", apoyada en una visión filosófica del ser y del "no-ser-aún". Sin embargo, esta idea era tan amplia y tan poco definida que permitía meter dentro casi cualquier sueño, incluso los más abstractos. Benjamin fue todavía más explícito en su mesianismo: en 1940, al borde de su suicidio y frente a la catástrofe, rechazó la idea de un tiempo histórico lineal y vacío, y recuperó la tradición judía del "tiempo mesiánico", en el que "cada segundo" puede ser "la portezuela por la cual puede entrar el Mesías" (Tesis 18). Aquí ya no se trata de teoría fría, sino de un grito desesperado ante una tragedia insoportable.

Incluso Lukács, en sus primeros años, compartió ese clima. Marianne Weber lo describió como alguien movido por "esperanzas escatológicas" y por el deseo de una "redención del mundo" tras una "lucha final entre Dios y Lucifer". La descripción quizá sea exagerada, pero es cierto que en 1916, en plena guerra, Lukács habló de su época como de una "época de absoluta pecaminosidad", tomando prestada la expresión de Fichte. Más tarde él mismo criticaría a Fichte por oponer a esa época de pecado un futuro idealizado de manera abstracta. En esa crítica parece escucharse una autocrítica a su propio pasado juvenil (Losurdo, 1997, cap. IV, § 10).

Nada parecido se encuentra en el marxismo oriental. En China, en Indochina o en otras partes de Asia, no hay referencias a la "iglesia militante", ni a un "Mesías", ni a la misión de derrotar un "mal radical" o una "absoluta pecaminosidad". La tradición cultural era distinta. Es verdad que la rebelión de los Taiping, a mediados del siglo XIX, proclamó un "Reino celestial de la Paz" y rompió con el confucianismo, pero su líder se veía a sí mismo como hermano menor de Jesucristo y estaba muy marcado por el cristianismo. El resultado trágico de esa rebelión —millones de muertos, un país aún más arruinado y débil ante el colonialismo— dejó en China una especie de vacuna cultural contra nuevos sueños mesiánicos, y quizá preparó el terreno para que el marxismo se leyera allí de manera más pragmática.

Europa, en cambio, vivió sus crisis en el centro mismo del capitalismo: dos guerras mundiales, la Gran Depresión, el ascenso del fascismo y del nazismo, todo ello después de la belle époque y de un siglo de relativa paz (1814-1914). Esa mezcla de tragedia y herencia judeocristiana reforzó la lectura mesiánica y utópica de los hechos. Y aunque eso explica su aparición, no basta para entender por qué se mantuvo tanto tiempo en el marxismo occidental. Prueba de ello fue la indignación que provocaron las autocríticas de Lukács (1967, xii-xiv), quien reprochaba a Historia y conciencia de clase haber caído en un "utopismo mesiánico", un "sectarismo mesiánico" y unas "perspectivas mesiánicas" que concebían el poscapitalismo como una ruptura absoluta con todo lo heredado de la sociedad burguesa.

Incluso en los años sesenta esta tendencia volvió a aparecer con fuerza. Marcuse, por ejemplo, imaginaba una sociedad liberada no solo del trabajo, sino de toda forma de poder, en la que dominara el eros. Al mismo tiempo, Mario Tronti, representante del obrerismo italiano, pedía la "supresión del trabajo" y más tarde reconoció la cercanía de esas ideas con las viejas herejías milenaristas de los obreros del siglo XX.

El ejemplo más llamativo de la persistencia de ese tono mesiánico quizá sea el éxito de un libro publicado en el año 2000, que terminaba evocando un futuro de regeneración total, ya no ligado a la revolución marxiana, sino a la apocatástasis de los primeros teólogos cristianos. En esa visión, la reconciliación final incluiría no solo a los seres humanos, sino también a la naturaleza y a los animales. Resuenan aquí ecos de Orígenes o de Juan Escoto Erígena, que defendían esa idea. Según los autores, llegaría el momento en que "a los animales, la hermana luna y el hermano sol, los pájaros del campo, los explotados y los pobres, todos juntos contra la voluntad de poder y la corrupción […] El biopoder y el comunismo, la cooperación y la revolución se unen sin más en el amor, y lo hacen con inocencia" (Hardt y Negri, 2000, 382).

 

7. La lucha contra la desigualdad en el Oeste y en el Este

 

Cuando Bloch condena con palabras vehementes la carnicería de la guerra y el sistema político-social que la provoca, atribuye esa situación a la polarización social propia del capitalismo, pese a que este se proclama defensor del principio de igualdad jurídica. Con ironía recuerda la célebre frase de Anatole France: la igualdad ante la ley significa prohibirles a ricos y pobres, por igual, que roben leña o que duerman bajo los puentes. Lejos de garantizar una verdadera igualdad, la ley llega a proteger la desigualdad real. Para Bloch, los juristas dominan solo el aspecto formal, y en ese formalismo encuentran los explotadores el terreno ideal para desplegar su desconfianza, mezquindad y cálculo interesado. Así, el derecho, incluido el penal, no es otra cosa que un instrumento de las clases dominantes destinado a preservar la seguridad jurídica en beneficio de sus intereses (Bloch, 21923, 313-314). La denuncia es radical, pero se limita a la situación de las masas populares en Occidente.

Algo semejante se aprecia en Benjamin, quien también hace suyas las observaciones de Anatole France sobre las leyes que, en la sociedad burguesa, "prohíben por igual que ricos y pobres duerman bajo los puentes" y que, en el terreno político, solo permiten que el poder pase "de unos privilegiados a otros privilegiados" (Benjamin, 1920-1921/1972-1999, ii.1, 198 y 194). Sin embargo, ni Bloch ni Benjamin se detienen en la condición de los pueblos coloniales. De hecho, Bloch llegará a polemizar contra quienes, a su juicio, exageraban la importancia de la cuestión colonial.

En contraste, para Ho Chi Minh la lucha por la igualdad comienza precisamente en las colonias. Lo expresó con claridad en el discurso dirigido a los socialistas franceses al llamar a ingresar en la Internacional comunista: "Allá, la sedicente justicia indochina tiene dos pesos y dos medidas. Los anamitas no gozan de las mismas garantías que los europeos y los europeizados". Con ello no denunciaba solo la desigualdad formal, sino la inexistencia misma de igualdad jurídica en las colonias. Los franceses gozaban de privilegios evidentes, pero también los indochinos que habían sido "europeizados", que se habían convertido, por ejemplo, al cristianismo —la religión de la potencia colonial— y eran admitidos, al menos en parte, en el círculo de la civilización dominante, es decir, en la pretendida raza superior.

Durante un tiempo, Ho acarició la idea de traducir al vietnamita El espíritu de las leyes de Montesquieu (Ruscio, 1998, 13). El gesto era elocuente: el Occidente capitalista se enorgullecía de sus principios liberales, pero en las colonias no solo los incumplía, sino que incluso impedía que fueran conocidos. La desigualdad material, asimismo, era aún más cruel en el mundo colonial. Ho denunciaba que los vietnamitas "viven en la miseria cuando sus verdugos gozan de la abundancia, y mueren de hambre mientras se les requisan las cosechas". Se daba así una doble opresión: a la carencia de derechos se añadía la penuria extrema. "Argelia se muere de hambre. Y el mismo flagelo lacera Túnez. Para poner remedio a esta situación, la Administración hace arrestar a un gran número de hambrientos. Y para que los muertos de hambre no tomen la prisión por un hospicio, no se les da de comer. Los hay así que mueren de inanición en los presidios".

Pero el aspecto más profundo de la revolución anticolonial no se limita a la lucha por la igualdad individual; apunta a la emancipación de naciones enteras. Ho Chi Minh lo resumía en una imagen poderosa: había que acabar con el "saludo protocolario de la raza derrotada a la raza superior", es decir, con la inclinación de cabeza obligatoria del vietnamita cuando se cruzaba con un francés (Ho Chi Minh, 1925, 100, 103 y 71). La lucha era, al mismo tiempo, social y nacional, individual y colectiva.

Este enfoque coincide con lo que vimos en Sun Yat-Sen, cuando atribuyó a la Revolución de Octubre el mérito de haberse levantado "contra la desigualdad y en defensa de la humanidad", pero entendida como desigualdad global. En el caso chino, las demandas de igualdad se formulaban siempre contra la humillación sufrida por la nación en su conjunto. De allí la enérgica condena de los "tratados desiguales" impuestos por las potencias coloniales, que debían ser reemplazados por "nuevos tratados, sobre la base de la paridad". La denuncia se dirigía en particular contra la "extraterritorialidad" que Estados Unidos había arrancado a China y que permitía a sus ciudadanos residentes, así como a cristianos convertidos y occidentalizados, organizarse como un Estado dentro del Estado (Mao Tse-Tung, 1945 y 1949/1969-1975, iii, 268, y iv, 461).

La afirmación de la igualdad entre Estados y del respeto a la soberanía y la integridad territorial se volvió un eje esencial de la revolución anticolonial. Mao lo sintetizó en 1949: la lucha debía basarse en "la igualdad, el mutuo beneficio y el respeto recíproco de la soberanía y la integridad territorial" (Mao Tse-Tung, 1949/1969-1975, iv, 428). De este modo, las consignas de igualdad no se reducían a un plano jurídico o abstracto, sino que adquirían un carácter geopolítico, ligado a la emancipación de naciones sometidas.

Ni Mao ni Ho olvidaban, desde luego, la necesidad de construir una sociedad liberada de la polarización social propia del mundo precapitalista y capitalista. Pero a diferencia de Europa, donde la crítica se centraba en la explotación interna y en la desigualdad entre clases, los comunistas asiáticos recibieron la Revolución de Octubre como un estímulo para liberarse de la desigualdad que el colonialismo y el imperialismo imponían sobre pueblos enteros. Allí la prioridad era abolir la condición de inferioridad nacional y cultural, que convertía a millones de personas en súbditos de segunda categoría.

En suma, el contraste resulta nítido: mientras en Occidente los debates sobre igualdad se concentraban en la denuncia de la hipocresía de las leyes burguesas que consagraban la desigualdad de clase, en Oriente la exigencia de igualdad partía de la experiencia concreta de los pueblos coloniales, para quienes la opresión combinaba exclusión jurídica, explotación material y humillación nacional. En ese horizonte, la igualdad dejaba de ser una ficción formal para convertirse en un programa revolucionario destinado a liberar simultáneamente a individuos y naciones de un sistema que combinaba capitalismo, imperialismo y racismo colonial.

 

8. La delgada línea entre marxismo occidental y marxismo oriental

 

He establecido una distinción entre marxismo occidental y marxismo oriental, refiriéndome respectivamente a las realidades de Europa occidental y Asia. No obstante, surge la inevitable pregunta acerca de dónde situar exactamente a la Rusia soviética dentro de este esquema conceptual. Inicialmente, todos los miembros del grupo dirigente de la revolución bolchevique asumieron, en distintas medidas, la lección de Lenin sobre la centralidad absoluta de la cuestión colonial, y todos ellos, con diversos grados de convicción, albergaban la esperanza de que la revolución se propagaría inexorablemente por Europa, desencadenando así una transformación de radicalidad sin precedentes en la historia humana. En consecuencia, durante un tiempo considerable, pareció que en Rusia no existía huella alguna de la escisión entre ambos marxismos.

Esta diferenciación iría cobrando forma de manera progresiva, precisamente en la medida en que fue perdiendo credibilidad la perspectiva grandiosa del advenimiento de una sociedad mundial caracterizada por la desaparición completa de la economía mercantil, del aparato estatal y de las fronteras entre Estados y naciones; una sociedad que superaría todos los conflictos y discordancias mediante una reconciliación total. Cuanto más se empañaba esta prometedora perspectiva utópica y más perentoria se volvía la ingente tarea de gobernar efectivamente Rusia —un país que debía luchar simultáneamente contra el atraso histórico secular y las devastaciones provocadas por la guerra mundial y la guerra civil—, el grupo dirigente bolchevique se vio obligado a afrontar, no sin notables cambios de rumbo y profundas contradicciones internas, un complejo proceso de aprendizaje que debía completarse de manera acelerada, dada la extrema peligrosidad de la situación tanto interna como internacional.

El caso de Lenin resulta particularmente ejemplar para ilustrar esta evolución. Durante algún tiempo, mientras la revolución parecía extenderse más allá de las fronteras rusas, compartió las ilusiones mesiánicas de sus camaradas, hasta el punto de aventurar previsiones considerablemente arriesgadas, como cuando afirmó en el discurso final del Congreso Fundacional de la Internacional el 6 de marzo de 1919: "La victoria de la revolución proletaria mundial está asegurada. Está próxima la hora de la fundación de la república mundial de los sóviets". Incluso a comienzos de octubre de 1920, manteniendo aún un clima de euforia revolucionaria, reiteraba: "La generación que hoy ronda los cincuenta no puede contar con ver la sociedad comunista. Pronto habrá desaparecido. Pero la generación de quienes hoy tienen quince años sí que la verá, y ella misma construirá la sociedad comunista".

Sin embargo, esta ilusión de la llegada inminente de un mundo radicalmente nuevo bajo la divisa de una reconciliación total y definitiva no tardaría en desvanecerse ante la cruda realidad. Transcurridos apenas dos años y medio, en una importante intervención publicada en Pravda el 4 de marzo de 1923 bajo el significativo título "No tan bien, pero mejor", se perciben un tono y unas consignas completamente distintos: ahora se trata de "mejorar nuestro aparato de Estado", de esforzarse seriamente en la "construcción del Estado", de "edificar un aparato verdaderamente nuevo y que de verdad merezca el nombre de socialista, de soviético". Se vislumbraba así una tarea de largo alcance, que requeriría "muchos, muchísimos años", y para resolverla, Rusia no debería dudar en acudir humildemente a la escuela de los países capitalistas más avanzados.

Además de la crucial cuestión estatal —y nacional—, se imponía también replantearse y emprender un profundo proceso de aprendizaje en el terreno económico. Pese a haber tachado anteriormente el taylorismo de ser un "sistema "científico" encaminado a exprimir el sudor" del "esclavo asalariado", tras la Revolución de Octubre Lenin subrayó que "el poder de los sóviets" debería saber incrementar urgentemente la productividad del trabajo, enseñando a los obreros rusos —tradicionalmente "malos trabajadores"— a trabajar mejor, promoviendo una asimilación crítica del "sistema Taylor" y de los "más recientes progresos del capitalismo".

Podría afirmarse que la distinción entre marxismo oriental y occidental, para el grupo de dirigentes bolcheviques, es ante todo de carácter temporal más que geográfico. Antes del acontecimiento fundacional de 1917, muchos de ellos vivían en Occidente, aunque no de la misma manera que los comunistas chinos establecidos brevemente en Francia o Alemania con el único propósito instrumental de aprender ciencia y técnica para importarlas rápidamente a su patria. Por el contrario, muchos futuros dirigentes de la Rusia soviética pasaron una parte considerable de sus vidas en Occidente, sin ninguna certeza sobre un posible regreso, encontrándose además considerablemente aislados en los países de refugio, donde no pudieron desarrollar experiencia alguna de gobierno o administración, ni siquiera en los niveles más modestos. De una forma aún más acusada que en la Revolución francesa, un grupo o casta de intelectuales "abstractos" se vio llamada como quien dice de un día para otro a transformarse en clase dirigente práctica.

Partiendo del caso ejemplar de Lenin, podemos comprender el complejo proceso de aprendizaje por el que se vio obligado a pasar el grupo dirigente bolchevique: antes de conquistar el poder, tendían a concebir la sociedad poscapitalista como negación total e inmediata del orden político-social anterior; sin embargo, con las primeras experiencias concretas de gestión del poder, se abrió paso la conciencia de que la transformación revolucionaria no era una creación ex nihilo, instantánea e indolora, sino más bien una Aufhebung compleja y tortuosa —empleando esta categoría central de la filosofía hegeliana—, es decir: un negar que al mismo tiempo significa heredar y preservar los puntos fuertes del orden político-social negado y derribado.

Naturalmente, no todos completaron, o estuvieron dispuestos a hacerlo, simultáneamente y del mismo modo, este difícil proceso de aprendizaje que les imponía la situación objetiva. En otros términos: por lo que respecta a la Rusia soviética, la línea divisoria entre marxismo occidental y marxismo oriental es, por un lado, de carácter temporal y, por otro lado, parte en dos al mismísimo grupo dirigente. Las profundas contradicciones y conflictos que acabarían desgarrando al liderazgo bolchevique remiten en último término al choque entre estas dos visiones del marxismo. Trotski, quien concebía el poder conquistado en Rusia esencialmente como trampolín para la revolución en Occidente, representa de modo eminente al marxismo occidental. Por su parte, Stalin —acusado por su antagonista de una presunta fijación nacional y provinciana— es más bien la encarnación del marxismo oriental: jamás se movió de Rusia, y ya entre febrero y octubre de 1917 presentaba la anhelada revolución proletaria no solo como instrumento para edificar un nuevo orden social, sino también para reafirmar urgentemente la independencia nacional rusa, gravemente amenazada por la Entente, que quería obligarla a suministrar carne de cañón para la guerra imperialista y que la trataba como si fuese un país del "África central". Esto constituía un vago presagio de que, lejos de poder "exportar" la revolución a Occidente, la Rusia soviética tendría que poner todo su empeño en evitar convertirse en una colonia o semicolonia del Occidente capitalista más avanzado.
 

 

CAPÍTULO II. ¿SOCIALISMO VS. CAPITALISMO O ANTICOLONIALISMO VS. COLONIALISMO?

 

1. De la revolución "exclusivamente proletaria" a las revoluciones anticoloniales

 

Hemos examinado previamente cómo las distintas condiciones económico-sociales y las diversas tradiciones culturales contribuyeron a distanciar progresivamente los dos marxismos desarrollados en Occidente y Oriente. Sin embargo, resulta imprescindible analizar ahora la influencia decisiva que ejercieron en este proceso de divergencia tanto la rápida transformación del contexto internacional como la discrepancia, cada vez más evidente, entre las esperanzas utópicas inicialmente suscitadas por la Revolución de Octubre y los posteriores desarrollos históricos concretos.

La indignación generalizada ante los horrores de la Primera Guerra Mundial consolidó entre los comunistas europeos una convicción firme: era imperioso derribar inmediatamente el sistema político-social responsable de aquella espantosa carnicería, sin contemplar objetivos intermedios o transitorios; todo giraba en torno a la contradicción fundamental entre capitalismo y socialismo, o bien entre burguesía y proletariado. Esta perspectiva era compartida inicialmente por Lenin, quien afirmaba repetidamente que "el imperialismo es la víspera de la revolución socialista", caracterizándolo como el "estadio supremo del capitalismo", pues debido a sus infamias estructurales y a las sublevaciones populares que inevitablemente provocaba, marcaba "el tránsito del orden capitalista a un orden social y económico más elevado".

El salto cualitativo que se anunciaba en el horizonte histórico parecía tener una magnitud inconmensurable comparado con las grandes conmociones revolucionarias del pasado. En enero de 1917, durante la conmemoración del duodécimo aniversario de la Revolución rusa de 1905 —a la que definía como "democrático-burguesa por su contenido social, pero proletaria por los medios empleados en la lucha"—, Lenin concluía que la nueva revolución rusa en ciernes sería "el prólogo para la inminente revolución europea", y que sería "exclusivamente proletaria, en el sentido más profundo de la palabra, es decir: proletaria, socialista también por lo que se refiere a su contenido". Incluso en vísperas de la toma del poder por los bolcheviques, el líder revolucionario insistía en que la "gran transformación" llegaría mucho más allá de Rusia: se aproximaba la "revolución proletaria mundial", la "revolución socialista internacional", la victoria definitiva del "internacionalismo".

No obstante, cuanto más reflexionaba Lenin sobre la gigantesca contienda que asolaba Europa y el mundo, más dudas comenzaba a albergar respecto de esta visión inicial. Ya en el verano de 1915 describía la guerra mundial como una "guerra entre patronos de esclavos por la consolidación y el apuntalamiento de la esclavitud" colonial, subrayando que "la originalidad de la situación reside en el hecho de que, en esta guerra, los destinos de las colonias se deciden en la lucha armada que se libra en el continente". Esta formulación sugería que la situación en que la iniciativa política pertenecía exclusivamente a los "patrones de esclavos" —las grandes potencias coloniales e imperialistas— no iba a durar indefinidamente; pronto los esclavos de las colonias se rebelarían. De hecho, como advertía Lenin un año después, la revuelta ya había comenzado: "los ingleses han reprimido con ferocidad la insurrección de sus tropas indias en Singapur", y sucesos similares ocurrían en Vietnam ("Anam francés") y Camerún. Se trataba de un proceso que afectaba incluso a Europa, como demostraba el caso de Irlanda, alzada contra el dominio colonial británico.

Este análisis, notablemente lúcido, conducía a conclusiones premonitorias. Lenin identificaba con precisión los dos epicentros de la tormenta revolucionaria que marcaría el siglo XX: "Europa oriental" y "Asia", o bien "Europa oriental" por un lado y "las colonias y semicolonias" por el otro. Efectivamente, la primera región vería formarse y destruirse el proyecto hitleriano de imperio colonial continental, mientras la segunda contribuiría decisivamente al hundimiento del sistema colonialista mundial mediante movimientos de liberación nacional en China, India, Vietnam y otros territorios. Estábamos así muy lejos de la perspectiva inicial de una revolución "exclusivamente proletaria" y de la "revolución proletaria mundial".

Esta toma de conciencia sobre la creciente importancia de la cuestión colonial y nacional, aunque trabajosa y vacilante incluso en Lenin, encontró fuerte resistencia en la izquierda marxista europea. Muchos se preguntaban si las luchas de liberación nacional aún tenían sentido ante el gigantesco choque imperialista. ¿No demostraba este conflicto el carácter quijotesco de intentar la independencia nacional? ¿Qué podían hacer las naciones oprimidas frente a las grandes potencias? Incluso logrando la independencia política, quedarían sin independencia económica y seguirían oprimidas. Por tanto, el verdadero problema sería acabar con el sistema capitalista-imperialista mundialmente.

Así argumentaba una corriente importante de la izquierda marxista europea, influida por la indignación bélica y el entusiasmo revolucionario. Lenin relataba cómo, entre agosto y octubre de 1916, un "grupo de izquierdas, el grupo alemán International" —con Mehring, Liebknecht y Luxemburgo— sostenía que "en esta época de imperialismo desenfrenado ya no puede haber guerras nacionales". Desde esta perspectiva, se comprendía el desprecio con que el Berner Tagwacht —aunque anti-guerra— calificaba la insurrección irlandesa de 1916 como un putsch políticamente insignificante. En la era imperialista, carecía de sentido distraerse con objetivos intermedios y obsoletos, desviando la atención de la única lucha que importaba: derribar globalmente el sistema capitalista-imperialista.

Frente a esta tesis extendida en la izquierda occidental, Lenin objetaba duramente: "Creer que la revolución social sea siquiera imaginable sin las insurrecciones de las pequeñas naciones, en las colonias y en Europa, […] significa renegar de la revolución social". Quien espere una revolución "pura" "no es más que un revolucionario de boquilla, que nada sabe de la auténtica revolución". Cabe preguntarse si esta crítica no alcanzaba también la noción de revolución "exclusivamente proletaria" que el propio Lenin había abrazado temporalmente.

No obstante, lo que caracteriza su pensamiento a la larga es la convicción de que las revoluciones anticoloniales son parte constitutiva de la época imperialista —y de la lucha anticapitalista—. La perpetuación de la opresión nacional, internacional o interna —como con los afroamericanos— demostraba la "enorme importancia de la cuestión nacional". Es comprensible que esta visión emergiera con fuerza en la Rusia zarista, tradicional "prisión de los pueblos" donde era imposible ignorar la opresión nacional y que lindaba con el mundo colonial.

Así se perfilaba una diferenciación entre marxismo occidental y oriental basada en el tratamiento de la cuestión nacional-colonial en la era imperialista. Esta demarcación no era meramente geográfica, pues muchos dirigentes bolcheviques procedían de Occidente. Cuando Lenin polemizaba con Parabellum (Radek) y Kievski (Pjatakov), insistía en que "la división de las naciones en dominantes y oprimidas […] representa la esencia del imperialismo", y su superación debe ser "el punto central" del programa revolucionario, pues "esta división […] es indiscutiblemente sustancial desde el punto de vista de la lucha revolucionaria contra el imperialismo".

El Congreso de los Pueblos de Oriente (Bakú, 1920) confirmó oficialmente esta perspectiva, ampliando la consigna tradicional: "Proletarios de todos los países y pueblos oprimidos de todo el mundo, ¡uníos!". Así, los pueblos oprimidos emergían como sujeto revolucionario pleno. Comenzaba a entenderse que la lucha de clases no era solo la de los proletarios metropolitanos, sino también la de los pueblos oprimidos en colonias y semicolonias. Sería principalmente este segundo tipo de lucha de clases el que definiría el siglo XX. La Revolución de Octubre apelaba simultáneamente al proletariado occidental y a las naciones oprimidas orientales, pero esta última dimensión adquiriría una centralidad inesperada que suscitaría recelo en el marxismo occidental.

 

CAPÍTULO III. MARXISMO OCCIDENTAL Y REVOLUCIÓN ANTICOLONIAL: UN ENCUENTRO FRUSTRADO

 

5. La regresión idealista y eurocéntrica de Althusser

 

En el terreno político, la postura antihumanista dificulta la comprensión de las grandes luchas sociales y políticas de la época contemporánea. Y en el plano teórico, sus efectos no son menos graves: acarrea dos consecuencias de enorme peso y, al mismo tiempo, profundamente negativas. Marx recalcó en numerosas ocasiones que su teoría debía entenderse como una formulación conceptual de procesos sociales objetivos, es decir, como expresión teórica de una lucha de clases real y en curso. Frente a esta concepción, Althusser interpretó el materialismo histórico como el resultado de una "ruptura epistemológica", análoga a los descubrimientos de Galileo o al Aristóteles crítico de Platón en la tradición de Della Volpe. Con ello, el marxismo parecía dejar de ser la cristalización de un movimiento social para convertirse en la conquista intelectual de un autor excepcional, que habría descubierto un nuevo "continente Historia" después del "continente matemático" y el "continente físico" (Althusser, 1969, 24-25). Este desplazamiento conduce a un giro de carácter idealista en la interpretación del materialismo histórico.

Lo paradójico es que, después de acusar reiteradamente al humanismo de encubrir la lucha de clases, Althusser —junto con Della Volpe— acaba relegando esa misma lucha al segundo plano, subordinada a la construcción teórica. La regresión, además de idealista, adopta un sesgo eurocéntrico. En Marx y Engels, la aparición del materialismo histórico presupone tanto la Revolución Industrial como las revoluciones políticas —y en particular la francesa—, pero ninguna de estas transformaciones puede considerarse un fenómeno exclusivo de Europa. La primera se relaciona con la constitución del mercado mundial, el colonialismo y la acumulación originaria de capital; la segunda tuvo un momento decisivo en la insurrección de los esclavos de Santo Domingo y en la abolición de la esclavitud colonial decretada por la Convención jacobina. Althusser y Della Volpe, en cambio, conciben el materialismo histórico como fruto de una trayectoria intelectual cerrada en el espacio europeo.

Las razones de esta postura son comprensibles en su contexto: se trataba de años en los que se exaltaba el "humanismo" como recurso ideológico para diluir la lucha contra el imperialismo y, posteriormente, se iniciaba un proceso que culminaría en la capitulación de Gorbachov. La crítica al humanismo, acusado de encubrir el conflicto social, servía también para desmarcarse de posiciones reformistas, oportunistas o revisionistas de gran influencia en aquel tiempo (Althusser y Balibar, 1965, 149). Sin embargo, el debate estaba mal planteado. En efecto, no solo la apelación a una común humanidad puede invisibilizar la lucha de clases; también la apelación a la "ciencia" puede hacerlo.

Ahora bien, Althusser acertó al rechazar la consigna que oponía una "ciencia proletaria" a una "ciencia burguesa". Reconoció incluso en Stalin el mérito de haber combatido la "locura" de quienes pretendían reducir la lengua a una simple superestructura ideológica. En este punto concluye que "el uso del criterio de clase no es ilimitado, y que nos lleva a tratar como ideología incluso la ciencia, incluidas las propias obras de Marx" (Althusser, 1965, 6).

La cuestión moral, sin embargo, queda más descuidada. Equiparar posiciones que defienden la unidad de la humanidad con aquellas que la niegan y ridiculizan significa olvidar que la lucha de clases concreta se manifiesta en procesos históricos de deshumanización, donde amplios sectores han sido reducidos a under men o Untermenschen, destinados a la opresión, la esclavitud o incluso la exterminación.

En su crítica al humanismo, Althusser repite que Marx no parte del "hombre" ni del "individuo", sino de las estructuras históricas de las relaciones sociales. No obstante, resulta significativo que esos conceptos —"hombre" e "individuo"— se den por supuestos, como si siempre hubieran estado ahí. En realidad, tales categorías son producto de luchas históricas prolongadas por el reconocimiento de la dignidad humana, luchas que se libraron precisamente bajo la bandera del humanismo que Althusser desdeñaba. Esa reivindicación ha sido crucial para las mujeres —históricamente excluidas de la vida política y del saber—, para los trabajadores asalariados tratados como simples máquinas, y para los pueblos coloniales sometidos a una deshumanización sistemática.

El propio Althusser admitió la posibilidad de un "humanismo revolucionario" a partir de la Revolución de Octubre (Althusser y Balibar, 1965, 150), aunque lo hizo con reservas. Al mantener estas dudas, terminó dificultando la comprensión de las grandes luchas emprendidas por "los esclavos de las colonias" —según palabras de Lenin— en busca de reconocimiento y dignidad.

Desde su perspectiva, la categoría de "hombre" resultaba problemática por su carácter interclasista, incapaz de resaltar por sí sola la explotación y la opresión. Sin embargo, aquí surge otro error: no existen términos "puros", inmunes a la utilización ideológica. Ningún concepto político o social ha sido usado exclusivamente en clave revolucionaria. Un ejemplo claro es el Partido Demócrata estadounidense del siglo XIX, que primero defendió la esclavitud y luego la supremacía blanca. Algo semejante ocurrió en Francia tras 1848, cuando sectores conservadores apropiaron el discurso del "trabajo" y de la "dignidad del trabajo" para desacreditar a los huelguistas y agitadores. El caso extremo es Hitler, que se erigió en defensor del "socialismo" y de los "obreros alemanes" bajo el nombre de su propio partido.

En definitiva, aunque partiendo de un enfoque distinto, Althusser llega a conclusiones semejantes a las de Tronti. Este último sostenía que "el universalismo es la visión burguesa clásica del mundo y del hombre" y que, gracias a la existencia de los obreros, era posible renunciar a enarbolar valores universales, pues desde su óptica tales valores resultaban siempre burgueses (Tronti, 2009, 62 y 17). Althusser, en lugar de cargar contra el universalismo, dirige su ataque al humanismo, pero lo hace con una lógica similar: termina debilitando el alcance de su crítica, que se pretendía radical e intransigente.

Calificar de "burgueses" al universalismo o al humanismo, y rechazarlos por principio, significa detener a medio camino la crítica al capitalismo. Se cuestiona la formalidad abstracta de los derechos civiles y políticos —que se adjudican al "hombre en cuanto tal"—, pero sin atender a las exclusiones concretas que impidieron a los pueblos coloniales gozar siquiera de esos derechos mínimos, mucho menos de los económicos y sociales. La condición colonial, sin embargo, era para Marx el mejor ejemplo de la barbarie capitalista. Allí la deshumanización se mostraba en su forma más descarnada, anticipando la teorización del under man en Estados Unidos y la del Untermensch en Alemania nazi.

En otras palabras, la crítica de Althusser se queda corta frente a pensadores como Togliatti, quien señalaba con mayor contundencia que el núcleo de la sociedad capitalista no era solo el olvido de los derechos sociales, sino la "bárbara discriminación entre los seres humanos" que servía de fundamento a todo el sistema.

 

6. Herencia y transfiguración del liberalismo en Bloch

 

A pesar de su crítica apasionada contra el universalismo y el humanismo, o quizás precisamente a causa de ella, en cuanto ambos dejan de lado la cuestión colonial, Tronti y Althusser terminan coincidiendo de manera paradójica con las posiciones de Bloch. Este último, a diferencia de los dos primeros, no dudó en aceptar desde el comienzo los ideales de universalismo y humanismo proclamados por el liberalismo occidental. Ya durante la Primera Guerra Mundial lo vimos adherirse a la ideología de la Entente, la cual se presentaba como portadora de democracia para los Imperios Centrales y para el mundo entero, mientras negaba sistemáticamente ese mismo derecho a los pueblos coloniales.

En sus primeras reflexiones, Bloch contrapuso de modo favorable al Occidente liberal frente a la Alemania guillermina y también frente al nuevo Estado soviético nacido de la Revolución de Octubre. Su juicio sobre la Rusia revolucionaria fue implacable, incluso antes de que finalizara la guerra civil o se retiraran las tropas alemanas. Escribía entonces: "Los proletarios del mundo no han combatido durante cuatro años a Prusia en nombre de la democracia mundial para luego abandonar la libertad y la línea democrática (el orgullo de las culturas occidentales) por la conquista de la democracia económico-social" buscada por la Rusia soviética. Y añadía, con clara preferencia por el modelo estadounidense: "Con toda mi admiración hacia Wilson, jamás habría pensado, como socialista, que sería posible que el sol que brilla en Washington superase un día al esperado sol de Moscú, que la libertad y la pureza pudieran llegarnos desde la América capitalista" (Bloch, 1918/1985, 399-400).

Este planteamiento se sostiene sobre un doble olvido. Por un lado, Bloch pasa por alto que la guerra había generado un clima de persecución y de miedo incluso en aquellos países con una tradición liberal más consolidada, como Estados Unidos, que además estaban alejados del frente y a salvo de invasiones. Más grave todavía es el olvido de la cuestión colonial. Los mismos Estados Unidos que Bloch exaltaba habían aplastado pocos años antes la insurrección independentista de Filipinas con métodos represivos brutales y auténticas prácticas genocidas. Incluso dentro del país, durante los siglos XIX y XX, imperaba un régimen de supremacía racial que organizaba linchamientos públicos contra los afroamericanos, convertidos en espectáculos de masas para entretener a la población blanca.

La Segunda Guerra Mundial marcó la extensión de la cuestión colonial más allá de las colonias formales. Hitler pretendía establecer las "Indias germanas" en Europa oriental, a la que imaginaba como un Oeste salvaje donde los pueblos nativos debían ser tratados como indígenas destinados a ser desplazados o exterminados. Los supervivientes, degradados a condición servil, quedarían condenados a trabajar como los esclavos negros al servicio de la "raza de los señores". El Imperio japonés actuó con lógica semejante en Asia. Pese a esta evidencia, Bloch no reconsideró su perspectiva.

En 1961 publicó Derecho natural y dignidad humana. El título mismo ya mostraba una reivindicación fuerte de la tradición liberal, muy distante del menosprecio de la libertas minor que caracterizaba a Della Volpe. Bloch insistía en rescatar esa herencia, aunque manteniendo la crítica clásica: el liberalismo se limita a proclamar una "igualdad formal y solamente formal". Citando a Anatole France, recordaba que en el mundo liberal-capitalista "la igualdad ante la ley significa que se les prohíbe en igual medida a ricos y pobres robar leña o dormir debajo de un puente" (supra, I, § 7). Para Bloch, el capitalismo universaliza un marco jurídico que lo cubre todo "de modo general", pero sin modificar las relaciones reales de desigualdad: "Para imponerse, el capitalismo solo se interesa por universalizar la reglamentación jurídica, que lo abarca todo de modo general" (Bloch, 1961, 157).

Sin embargo, estas afirmaciones se escribían en un contexto que Bloch no tematizó: el mismo año de la publicación, en París, la policía llevó a cabo una represión sangrienta contra manifestantes argelinos, asesinados a golpes o arrojados al Sena en plena vía pública, ante la mirada indiferente de ciudadanos franceses. Esa era la materialización concreta de la "igualdad formal" en un Estado liberal. Y lo mismo podía observarse en otros escenarios coloniales o semicoloniales: Argelia, Kenia o Guatemala —este último, formalmente independiente pero sometido a la tutela de Estados Unidos— fueron escenarios de torturas sistemáticas, campos de concentración y prácticas de exterminio aplicadas por potencias liberales. De todo ello no hay mención en el texto de Bloch.

Tampoco aparecen los pueblos coloniales cuando reconstruye la historia de la Modernidad. Al analizar a Grocio o Locke, destaca la vertiente iusnaturalista de sus obras, pero omite su justificación de la esclavitud de los negros. Cuando se refiere a la independencia norteamericana, ensalza la lucha de los "jóvenes Estados libres" sin reparar en que la esclavitud formaba parte central de su entramado político y social, incluso en la Constitución federal (Bloch, 1961, 80). El silencio es aún más llamativo considerando que, en aquellos mismos años, los afroamericanos protagonizaban una batalla decisiva contra el régimen supremacista.

Estos hechos llamaron la atención de Mao Tse-Tung, lo que permite un contraste revelador. Mientras Bloch reiteraba que la igualdad liberal era puramente formal, Mao subrayaba la conexión entre desigualdad social y racial: los negros sufrían tasas de desempleo mucho más elevadas que los blancos, quedaban confinados a los peores trabajos y percibían salarios ínfimos. Además, denunciaba la violencia racista tolerada o promovida por las autoridades sureñas, y celebraba "la lucha del pueblo negro americano contra la discriminación racial y en favor de la libertad y la igualdad de derechos" (Mao Tse-Tung, 1963/1998, 377).

La diferencia de enfoque es clara: Bloch (1961, 7) recriminaba a la revolución burguesa haber limitado "la igualdad a la política"; Mao (1963/1998, 377), en cambio, señalaba que "la mayor parte de [los afroamericanos] no gozan del derecho al voto". En su diagnóstico, la explotación colonial y la opresión racial eran inseparables, y la emancipación de los pueblos coloniales formaba parte del derrumbe final del sistema: "El infame sistema colonialista-capitalista se desarrolló gracias a la esclavización y la trata de los negros, y sin duda finalizará con su completa liberación" (Mao Tse-Tung, 1963/1998, 379).

De este modo, en los textos de Mao —como antes en los de Ho Chi Minh— no se encuentra la minusvaloración de la libertas minor característica de Della Volpe, ni tampoco la ilusión compartida por Della Volpe, Bloch y Bobbio en que el capitalismo y el liberalismo, al menos, asegurarían una "igualdad formal" o una "igualdad política". En su lugar, se afirma con claridad que esas promesas liberales son inseparables de una violencia colonial y racista que las contradice de raíz, y que la verdadera liberación solo puede alcanzarse mediante la lucha de los pueblos sometidos.

 

7. Horkheimer: del antiautoritarismo al filocolonialismo

 

La incomprensión de la cuestión colonial alcanza su punto máximo en una corriente de pensamiento que, paradójicamente, nos ha legado algunos de los análisis más lúcidos sobre las contradicciones sociales, políticas y morales de la sociedad capitalista: la Escuela de Frankfurt. Entre sus representantes, Horkheimer ofrece un ejemplo particularmente revelador en su texto de 1942 El Estado autoritario, escrito en plena guerra mundial. Allí realiza un balance de la experiencia abierta por la Revolución de Octubre, y su juicio es tajante: en Rusia no se instauró el socialismo, sino un "capitalismo de Estado". Reconoce, sí, que este sistema logró "potencia[r] la producción" de manera extraordinaria, permitiendo que "los territorios atrasados de la Tierra" remontaran en poco tiempo su retraso frente a las potencias industrializadas (Horkheimer, 1942, 4, 11 y 22 [trad. esp., 98, 104 y 115]). Pero incluso este resultado, que podría parecer positivo, es relativizado con severidad.

Para Horkheimer, el éxito soviético no conducía a la emancipación, sino a la consolidación de una nueva autoridad: "En lugar de terminar convirtiéndose en un consejo democrático, puede que el grupo [el Partido Comunista] se establezca como autoridad. El trabajo, la disciplina y el orden pueden salvar la república, pero acabar con la revolución". La paradoja, añade, es que aquel partido que proclamaba la abolición del Estado terminó convirtiendo un país atrasado en el "modelo secreto de las potencias industriales que padecían el parlamentarismo y no podían vivir sin el fascismo" (Horkheimer, 1942, 8 [trad. esp., 101]).

Estas frases fueron escritas en un momento límite: el ejército nazi había ocupado gran parte de Europa y avanzaba hacia Moscú y Leningrado, imponiendo hambre, asedio y exterminio. En ese contexto, apelar a la "democracia consultiva" o a la utopía de la extinción del Estado parecía ignorar lo esencial: Hitler aspiraba a fundar un gigantesco imperio colonial en Europa oriental, basado en la esclavización y el exterminio de pueblos enteros. Sin embargo, para Horkheimer el hecho decisivo no era esa lucha a muerte entre colonialismo y anticolonialismo, sino el carácter autoritario del régimen soviético. Así, podía afirmar que "la especie más coherente del Estado autoritario, liberado de toda dependencia respecto del capital privado, es el estatalismo integral o socialismo de Estado […] Los capitalistas privados han quedado abolidos […] El estatalismo integral no significa una disminución, más bien al contrario: se potencian las energías, puede vivir sin odio racial" (Horkheimer, 1942, 11 [trad. esp., 104]).

La teoría crítica mostraba así su ceguera: colocaba en el mismo plano a un Estado racial que pretendía exterminar a "razas inferiores" y a un país que, amenazado de esclavitud y genocidio, se defendía desesperadamente. La incomprensión se repite cuando Horkheimer se adentra en la filosofía de la historia. Sostiene que "la Revolución francesa era tendencialmente totalitaria" (Horkheimer, 1942, 9 [trad. esp., 103]), sin reparar en que fue precisamente esa revolución la que inspiró la insurrección de los esclavos de Santo Domingo y llevó a la Convención jacobina a decretar la abolición de la esclavitud en las colonias. En cambio, las revoluciones inglesa y norteamericana, que mantuvieron y reforzaron la esclavitud, no son objeto de tales sospechas. De hecho, sobre la Revolución francesa lanza una condena sin matices: "El "Jesús sans-culotte" anuncia al Cristo nórdico" (Horkheimer, 1942, 10 [trad. esp., 103]). Con ello, la figura revolucionaria que buscaba derribar las barreras de clase es identificada con la figura reaccionaria que el nazismo usó para justificar nuevas barreras raciales.

Condenadas la Revolución francesa y la Revolución de Octubre, lo único que queda es un liberalismo transfigurado y convertido en defensor de la "autonomía individual" (Horkheimer, 1970, 175 [trad. esp., 59]). Esta exaltación alcanza también a Locke, presentado como paladín de los derechos naturales de los hombres "libres, iguales e independientes" (Horkheimer, 1967, 30 [trad. esp., 63]), pero sin mención a su condición de accionista de la Royal African Company, empresa dedicada al tráfico de esclavos.

A partir de esta base, no sorprende la escasa simpatía con que Horkheimer observa la ola de revoluciones anticoloniales de su época. Su lectura de la historia contemporánea reduce todo a una oposición entre "Estados civilizados" y "Estados totalitarios". Incluso en plena Guerra Fría podía afirmar: "Debo decir que si los Estados civilizados no gastasen enormes sumas en armamento, hace tiempo que nos hallaríamos bajo el dominio de las potencias totalitarias" (Horkheimer, 1970, 172 [trad. esp., 63]). Lo decía en 1970, cuando la guerra de Vietnam mostraba con crudeza su carácter colonial y genocida. Y aun así, su conclusión era inequívoca: Occidente debía defenderse de los "bárbaros".

Ni siquiera la lucha de los afroamericanos contra la supremacía blanca en el sur de Estados Unidos le hizo matizar sus posiciones. Admitió la "difícil situación en que se encuentran hoy día las race relations", pero puso el acento en "el terrorismo de los activistas negros frente a los demás negros, mucho más grave de lo que se cree"; llegando a afirmar que "el negro medio teme más a los negros que a los blancos" (Horkheimer, 1968a, 138 [trad. esp., 194]; 1970, 178 [trad. esp., 69]). Así, la revolución anticolonial y las luchas de liberación racial aparecían como inútiles o incluso contraproducentes: "la cuestión de los negros americanos" podría resolverse rápidamente "si no existiesen diferencias entre Oriente y Occidente" ni conflictos con "las partes atrasadas del mundo" (Horkheimer, 1968b, 159 [trad. esp., 49-50]). De este modo, las discriminaciones eran atribuidas no al colonialismo o al racismo estructural, sino a la Guerra Fría y al propio Tercer Mundo.

Pero los hechos decían otra cosa. En 1952, la Corte Suprema de EE. UU. declaró inconstitucional la segregación escolar, y lo hizo porque una decisión contraria habría radicalizado a las "razas de color" y favorecido al comunismo tanto en el Tercer Mundo como en el propio país. Era la presión de la lucha anticolonial lo que obligaba a esas reformas, no al revés.

Con el tiempo, Horkheimer pasó de la desconfianza a la hostilidad abierta: "Nuestra más reciente teoría crítica nunca se ha batido por la revolución, pues la revolución, tras la caída del nazismo en los países occidentales, habría conducido a un nuevo terrorismo […] Se trata en cambio de preservar aquello que tiene un valor positivo, por ejemplo la autonomía, la importancia del individuo, su psicología diferenciada, algunos momentos de la cultura" (Horkheimer, 1970, 168-169 [trad. esp., 59]). Bajo esta lógica, las revoluciones de Vietnam o Argelia quedaban asimiladas a nuevas formas de terrorismo.

La conclusión general aparece formulada con crudeza: "Queremos un mundo unificado, que el Tercer Mundo no padezca hambre, o que no se vea obligado a vivir amenazado por hambrunas. Pero para alcanzar esta meta, habrá que pagar el precio de una sociedad precisamente bajo la forma de un mundo administrado […] Lo que Marx imaginaba como socialismo es en realidad el mundo administrado" (Horkheimer, 1970, 174-175 [trad. esp., 65-66]). El dilema, entonces, se reduce a dos opciones: aceptar la miseria endémica de los pueblos coloniales o caer en el supuesto horror del "mundo administrado". Y, para la teoría crítica en su versión más pesimista, la segunda opción es todavía peor que la primera.

 

8. El universalismo imperial de Adorno

 

Podemos advertir un proceso de regresión en el pensamiento de Horkheimer y Adorno. En Dialéctica de la Ilustración (publicada en los años cuarenta), al analizar el "fascismo", los autores sostienen que el "capitalismo totalitario" y el "orden totalitario", antes de instalarse en Europa, se habían ejercitado previamente sobre "pobres y salvajes" (Horkheimer y Adorno, 1944, 62 y 92 [trad. esp., 105 y 131]). Reconocían, aunque de manera implícita, que el fascismo había ensayado sus prácticas en dos escenarios: por un lado, en la violencia colonial de las potencias europeas contra pueblos sometidos; y por otro, en el interior de las metrópolis capitalistas, donde pobres y marginados eran confinados en casas de trabajo que funcionaban como una forma anticipada de campo de concentración. Esta lectura, aunque rudimentaria, sugería un vínculo entre colonialismo, fascismo y nazismo. Sin embargo, los pueblos colonizados aparecían reducidos a simples "salvajes", sin cultura ni historia propias, sin reconocimiento como naciones con derecho a la independencia.

Pese a esa ambigüedad, en los años cuarenta se podía entrever todavía una condena, aunque implícita, del colonialismo. Pero todo rastro de esa conciencia desapareció pronto, en la medida en que la Guerra Fría alteró el escenario: la revolución colonial se articuló con el movimiento comunista internacional y llegó a cuestionar incluso la política y la existencia misma del Estado de Israel. Desde entonces, la crítica a las revoluciones del Tercer Mundo se volvió una constante dentro de la teoría crítica, siempre en nombre del universalismo.

En Dialéctica negativa, Adorno rechaza la categoría hegeliana del "espíritu del pueblo" por considerarla "reaccionaria" y regresiva frente al universal kantiano de la humanidad, visible ya en el siglo XVIII. Según él, la idea de nación estaba contaminada de "nacionalismo" y de provincianismo, carente de sentido "en la época de los conflictos mundiales y de una potencial organización mundial del mundo". Y va más lejos: denuncia que se trata de un "fetiche", de un "sujeto colectivo" en el que "desaparecen sin dejar huella los sujetos [individuales]" (Adorno, 1966, 304-305 y 307 [trad. esp., 311 ss.]). Con este planteamiento, Adorno deslegitimaba, retroactivamente, procesos como la revolución del Frente de Liberación Nacional argelino, y también las luchas en curso, como la que encabezaba el Vietcong en Vietnam.

Su juicio sobre este último caso fue tajante y polémico. En 1969 escribía: "En la seguridad de América, hemos podido soportar, de boca de los exiliados, las noticias sobre Auschwitz; así que no va a ser fácil creer a quien diga que la guerra de Vietnam le quita el sueño; en particular, todos los que se oponen a la guerra colonial deberían saber que el Vietcong, por su parte, emplea la tortura china" (Adorno, 1969, 257). Estas afirmaciones se producen justo un año después de la masacre de My Lai, donde tropas estadounidenses asesinaron a 347 civiles indefensos, incluidos ancianos, mujeres y niños. Más allá de esa matanza puntual, el ejército norteamericano recurría a bombardeos químicos y a la dioxina, cuyas secuelas aún afectan a miles de vietnamitas. Pero Adorno relativiza estos hechos al compararlos con Auschwitz y termina ridiculizando a quienes expresaban dolor por la tragedia vietnamita, minimizada en contraste con las torturas atribuidas al Vietcong.

Estas páginas, lejos de honrarlo, revelan un sesgo que no es accidental en su obra. En su reconstrucción filosófica de la historia tampoco concede espacio a las víctimas del expansionismo europeo. Por ejemplo, al referirse a la conquista de América afirma: "Hasta las invasiones de los conquistadores de México y Perú, que debieron de parecerles invasiones de otro planeta, contribuyeron sangrientamente —de un modo irracional para aztecas e incas— a la difusión de la sociedad racional en el sentido burgués, hasta llegar a la concepción de one world teológicamente inherente al principio de dicha sociedad" (Adorno, 1966, 270 [trad. esp., 279]). De este modo, el colonialismo es visto como un proceso que, aunque sangriento, habría impulsado la racionalización y unificación del mundo.

El problema es que este one world universal equivale, en sus propios términos, al "sujeto colectivo" en el que desaparecen individuos y pueblos. Se obvia así que el colonialismo no unificó al género humano, sino que profundizó una brecha: elevó a una raza considerada superior al rango de dominadora y relegó a los demás a la condición de Untermenschen, susceptibles de esclavitud y exterminio.

El mismo sesgo aparece en su visión de la Revolución francesa. Escribe: "La particular miseria, al menos de las masas parisinas, debió desencadenar el movimiento, mientras que en otros países donde no era tan aguda, el proceso de emancipación de la burguesía se produjo sin revolución y sin afectar a la forma de dominio, más o menos absolutista" (Adorno, 1966, 270 [trad. esp., 278]). Pero en esta comparación no se incluye el hecho colonial: la "forma de dominio absolutista" se contrasta con la monarquía o con el jacobinismo, pero nunca con la esclavitud negra, que marcaba tanto a Francia como a los nacientes Estados Unidos.

Paradójicamente, Adorno proclamaba en Minima moralia: "El todo es lo falso" (§ 29). Pero en su defensa de Occidente y en su silencio respecto al colonialismo, confirma más bien la sentencia contraria de Hegel: "lo verdadero es el todo". El filósofo alemán había comprendido lúcidamente que "la vía de escape de la colonización" en América funcionó como válvula de alivio de las tensiones sociales, pues la libertad de la comunidad blanca estaba directamente ligada a la ausencia de libertad de los pueblos indígenas, despojados y aniquilados (Hegel, 1969-1979, xii, 113-114). Esa visión de conjunto, que muestra el vínculo entre emancipación y opresión, se pierde en el análisis adorniano, excesivamente centrado en aspectos parciales.

Cabe añadir una reflexión sobre su constante apelación a Kant. En realidad, el filósofo de Königsberg había denunciado ya en La paz perpetua tanto la esclavitud colonial como la tentación de instaurar una "monarquía universal", a la que calificaba como "despotismo sin alma". Según Kant, "la naturaleza separa sabiamente a los pueblos" mediante lenguas y religiones diversas, de modo que cualquier intento de unificación despótica estaba destinado a fracasar, produciendo solo "anarquía" (Kant, 1795/1900, viii, 367-369; cf. Losurdo, 2016, cap. 1, § 6-7). En otro lugar, al evaluar la Revolución francesa, advierte que el patriotismo, aunque puede degenerar en exclusivismo, no debe anularse en un universalismo vacío. Por ello, propone conciliar "el patriotismo mundial (Weltpatriotismus)" con el "amor a la patria", de manera que el auténtico universalista "debe sentirse inclinado a promover el bien del mundo entero en el apego por su propio país" (Kant, 1793-1794/1900, xxvii, 673-674). En consecuencia, la apelación de Adorno a Kant se revela problemática: el propio Kant había criticado de antemano el abstracto universalismo adorniano, carente de arraigo y ciego a la cuestión nacional.

 

9. El que no quiera hablar del colonialismo deberá callar igualmente sobre el fascismo y el capitalismo

 

Los dos principales representantes de la llamada "teoría crítica" no se limitaron a oponer su pretendido universalismo, que en la práctica encubría un horizonte imperial, frente a la oleada de luchas anticoloniales que recorría el mundo en las décadas de los cincuenta y sesenta. Algunas declaraciones de Horkheimer en esos años son particularmente reveladoras. Así, en 1963 afirmaba: "La alegría hace mejores a los hombres. Es imposible que hombres felices, capaces de gozar y que ven muchas posibilidades de ser felices sean especialmente malvados […] Se dice de Kant y de Goethe que fueron grandes entendidos en vinos, lo que significa que cuando estaban solos, no les atormentaba la envidia, sino que podían gozar, que rebosaban experiencia" (Horkheimer, 1963, 124 [trad. esp., 81]). En esta lógica, quienes vivían en la miseria, los "condenados de la tierra" de los que hablaba Fanon, no podían ser fuente de bondad ni esperanza, pues su resentimiento les impediría cualquier grandeza espiritual o moral.

El argumento resulta aún más paradójico si recordamos que el propio Horkheimer había admitido en 1950 que "los industriales aprobaron el programa de Hitler" (1950, 40 [trad. esp., 134]). Se trataba, evidentemente, de hombres "felices", satisfechos y probablemente amantes de los placeres refinados, y sin embargo fueron capaces de cometer las mayores atrocidades al respaldar un proyecto basado en la guerra, el expansionismo colonial y el exterminio. La tesis de que la felicidad garantiza la bondad humana quedaba así desmentida por la misma historia reciente.

En Adorno encontramos una postura paralela. También para él la raíz del mal residía en el ressentiment, entendido como rencor acumulado por las clases o pueblos sometidos. Ese resentimiento "malogra toda felicidad, incluida la propia", y convierte el bienestar de los otros en un insulto intolerable, cuando lo único negativo debería ser "que haya personas que no tengan nada que llevarse a la boca". Según Adorno, ese problema podía resolverse "técnicamente", es decir, mediante medidas filantrópicas de las clases acomodadas y de los países culturalmente superiores, no por medio de la acción política organizada de los oprimidos (Adorno, 1959, 136). Nietzsche había descalificado la cuestión social considerándola un producto del rencor de los fracasados; de modo análogo, los exponentes de la teoría crítica trasladaban esa lectura al terreno internacional, aplicándola al movimiento anticolonial.

No sorprende entonces que Adorno dirigiera sus críticas más duras contra las agitaciones revolucionarias en el Tercer Mundo. En 1959 escribía: "Sin lugar a dudas, el ideal fascista se funde hoy mansamente con el nacionalismo de los llamados países subdesarrollados, que ya no se definen así, sino como países en vías de desarrollo. El acuerdo con quienes se sentían desfavorecidos en la competición imperialista y querían participar en el banquete se expresó ya durante la guerra con el eslogan sobre las plutocracias occidentales y las naciones proletarias. Es difícil decir si esta tendencia ha desembocado ya, y en qué medida lo ha hecho, en la corriente subterránea, hostil a la civilización y a Occidente, propia de la tradición alemana, y si también en Alemania se dibuja una convergencia entre nacionalismo fascista y comunista" (Adorno, 1959, 137).

Aquí Adorno trasladaba al plano político lo que antes había planteado en términos psicológicos: la revuelta de los pueblos colonizados no era un impulso legítimo hacia la emancipación, sino el síntoma de un resentimiento que, disfrazado de lucha por la justicia, escondía solo el deseo de participar en el "banquete imperialista". El resultado era que la revolución anticolonial quedaba equiparada a una forma disfrazada de fascismo o de chovinismo nacionalista.

Conviene preguntarse a qué realidades concretas se refería Adorno al hablar de "nacionalismo fascista" en países subdesarrollados. En 1959, los únicos regímenes que podían definirse en sentido estricto como fascistas eran Portugal y España, pero ambos eran potencias coloniales integradas en Occidente; Portugal era fundador de la OTAN y España acabaría incorporándose en 1982. En cambio, lo que sí había ocurrido poco antes era la expedición colonial de Gran Bretaña, Francia e Israel contra Egipto, después de que Nasser nacionalizara el canal de Suez. Con apoyo del bloque socialista, el líder egipcio llamó al mundo árabe a liberarse del dominio colonial. En ese contexto, Anthony Eden, entonces primer ministro británico, lo calificó de "una especie de Mussolini islámico" y de "paranoico" con "la misma estructura mental que Hitler" (Losurdo, 2007, Conclusión). No cuesta ver cómo Adorno retomaba y legitimaba este tipo de acusaciones, inscribiéndolas en la matriz de la Guerra Fría: el nacionalismo egipcio, pese a ser un movimiento de liberación nacional, era definido como fascista, y su alianza con Moscú y Pekín se interpretaba como prueba de una supuesta "convergencia entre nacionalismo fascista y comunista".

Lo más llamativo es que estas declaraciones proceden de un ensayo dedicado a la "elaboración del pasado" (Aufarbeitung der Vergangenheit). Es decir, Adorno proponía que la manera de rendir cuentas con el nazismo y la "solución final" pasaba por condenar las revoluciones anticoloniales, colocándolas en una continuidad fantasmática con el Tercer Reich.

Horkheimer compartía esta orientación. Algunos intérpretes recientes lo celebran incluso como un mérito: se afirma que supo reconocer a tiempo "la esencia inhumana del antiimperialismo" y la continuidad que existiría "bajo la bandera del "antiimperialismo enemigo de Occidente"" entre el nazismo y los movimientos revolucionarios del Tercer Mundo (Grigat, 2015, 120).

La lógica era clara: para la teoría crítica, reivindicar la diferencia nacional equivalía a caer en el nacionalismo, el chovinismo y, en último término, en el racismo. Había que inscribir toda apelación a la nación en una tradición política funesta que desembocaba en el fascismo. Pero esta construcción pasaba por alto un dato esencial: el principal ideólogo nazi, Alfred Rosenberg, había condenado con dureza "el entusiasmo por el nacionalismo en sí". Según él, generalizar "la consigna del derecho a la autodeterminación de los pueblos" significaba abrir la puerta a que "todos los elementos de raza inferior que pueblan la Tierra" reclamasen su libertad, como hicieron "los negros de Haití y Santo Domingo" (Rosenberg, 1930, 645). En esta frase resuena con toda claridad el odio del nazismo hacia las revoluciones nacionales de los pueblos coloniales.

Lo verdaderamente bárbaro del proyecto nazi radicaba precisamente en querer instaurar un imperio colonial en el corazón de Europa, negando a pueblos enteros el derecho a la autodeterminación que sí se reconocía a otras naciones. Frente a esta realidad, la pretendida "continuidad" entre el Tercer Reich y los movimientos anticoloniales era una pura distorsión. El verdadero hilo conductor del discurso hitleriano no era la exaltación del antiimperialismo, sino la defensa de Occidente frente a la insurrección de los pueblos colonizados y "de color", presentados como manipulados por conspiraciones judías y bolcheviques.

Resulta significativo que el propio Horkheimer hubiera escrito en 1939: "Quien no quiera hablar del capitalismo tendrá que callar sobre el fascismo" (1939, 115). Ese célebre aforismo puede volverse contra él mismo y contra Adorno: "Quien no quiera hablar del colonialismo debe callar sobre el capitalismo y el fascismo". Pues el olvido de la cuestión colonial, que atraviesa la teoría crítica de los años de la Guerra Fría, hace imposible una verdadera elaboración del pasado.

 

10. Marcuse y el trabajoso redescubrimiento del "imperialismo"

 

A diferencia de Adorno, Herbert Marcuse (1967b, 95) asumía expresamente la tesis hegeliana de que "lo verdadero es el todo". Esto significaba que, para él, el análisis de la sociedad occidental no podía abstraerse de la relación estructural que esta mantenía con el Tercer Mundo, con sus colonias y con los territorios que acababan de emanciparse. En ese marco, afirmaba que "la guerra de Vietnam ha desvelado por primera vez la naturaleza de la sociedad existente", pues mostraba "la necesidad de expansión y agresión que le es connatural". En otras palabras: "Vietnam no es un affaire más en política internacional, sino un hecho íntimamente ligado a la esencia misma del sistema" (Marcuse, 1967a, 56-57).

La guerra no revelaba solo el despliegue de una "inhumana violencia destructiva" (Marcuse, 1967b, 94-95), sino la naturaleza opresiva del propio orden republicano norteamericano, que quedaba también patente en su trato hacia los descendientes de los pueblos coloniales. En el Sur de Estados Unidos, denunciaba Marcuse, "el asesinato y el linchamiento de los negros [comprometidos con la lucha contra la discriminación racial] quedan impunes aun cuando se sabe quiénes son los culpables" (Marcuse, 1967a, 56). La totalidad no debía perderse de vista ni siquiera en el análisis de la riqueza y la pobreza: "Solo unas pocas regiones de las sociedades industriales avanzadas han superado la escasez. Y su prosperidad oculta un infierno, dentro y fuera de sus fronteras"; se trataba tanto de las bolsas de miseria en el interior de la metrópoli capitalista como de la pobreza radical que imperaba en colonias y semicolonias (Marcuse, 1964, 250 [trad. esp., 242]).

De ahí la necesidad de recuperar categorías que habían sido relegadas por el pensamiento dominante. La indignación frente a las "masacres neocoloniales" (Marcuse, 1967b, 94) debía alimentar un compromiso orientado a la superación del colonialismo y del "neocolonialismo en todas sus formas" (Marcuse, 1964, 67 [trad. esp., 81]). En realidad, "el mundo padece un imperialismo de una extensión y un poder sin parangón hasta la fecha en toda la historia". Y esa agresividad no se dirigía solamente contra naciones pequeñas y débiles: "frente a la inmensa capacidad de agresión del sistema tardocapitalista [y en particular de los Estados Unidos], el totalitarismo oriental se encuentra, de hecho, a la defensiva, y se defiende incluso desesperadamente" (Marcuse, 1967a, 161-162 y 112).

En esta revalorización del concepto de "imperialismo" se ponía en crisis la categoría de "totalitarismo", que la Guerra Fría había convertido en central. Marcuse trató además de comprender los dilemas de los países que acababan de alcanzar la independencia. Estos, razonaba, se veían inclinados "a pensar que para seguir siendo independientes, necesitan llevar a cabo una rápida industrialización" y elevar su "índice de productividad". Pero esa industrialización no ocurría en el vacío: "en las regiones atrasadas la industrialización no se produce en el vacío"; exigía librarse cuanto antes de las formas sociales y culturales pretecnológicas, lo cual generaba resistencias poderosas. Esa resistencia, propia de sociedades que no habían atravesado un desarrollo burgués clásico, no sería fácilmente reducida con métodos democráticos y liberales. Más bien, concluía Marcuse, parecía previsible que el desarrollo forzado de esos países "traerá consigo un período de administración total más violento y más duro que el que han atravesado las sociedades avanzadas, que pudieron apoyarse en los logros de la época liberal". En resumen, las regiones atrasadas se verían abocadas o a nuevas formas de neocolonialismo, o a "un sistema más o menos terrorista de acumulación primitiva" (Marcuse, 1964, 65-66 [trad. esp., 80]).

En este sentido, la Unión Soviética tampoco estaba en una situación muy distinta a la de los países recién liberados. El sistema soviético se encontraba bajo la amenaza constante de la "inmensa capacidad de agresión" del capitalismo occidental. ¿Cómo podía responder a ello? Según Marcuse, "gracias al poder de la administración total, la automatización pudo llevarse a cabo con mayor rapidez en el sistema soviético, una vez que se alcanzó un determinado nivel técnico" (Marcuse, 1964, 56-57 [trad. esp., 72]). Así, la URSS, como los países que emergían de la colonización, se veía obligada a elegir entre rendirse ante el imperialismo o acometer un desarrollo acelerado, aun a costa de sacrificar exigencias democráticas.

Sin embargo, en este punto Marcuse parecía retroceder con cierta aprensión. No porque careciera de valentía intelectual, sino porque no comprendía del todo el alcance progresista y emancipador de la revolución anticolonial. Celebró con entusiasmo la resistencia vietnamita, que había conseguido "poner en jaque, pertrechado con armas rudimentarias, al sistema de destrucción más eficaz de todos los tiempos", un hecho que representaba "un hecho nuevo [y prometedor] en la historia mundial". Más en general, reconocía que "los frentes de liberación nacional" podían contribuir poderosamente a la "crisis del sistema" capitalista. Y, sin embargo, no tardó en expresar dudas. La victoria vietnamita, admitía, "sería un paso tremendamente positivo", pero aún "no tendría nada que ver con la construcción de una sociedad socialista" (Marcuse, 1967a, 57, 65 y 73).

Marcuse subrayaba que, para los países recién independizados, el rápido desarrollo económico y tecnológico era una cuestión de vida o muerte. No obstante, se preguntaba "con qué pruebas contamos de que los antiguos países coloniales o semicoloniales serán capaces de adoptar un modo de industrialización esencialmente distinto" del modelo capitalista, que incluso la propia Unión Soviética había reproducido en buena medida (Marcuse, 1964, 65 [trad. esp., 79]). En este punto parecía no advertir que la superación de la división internacional del trabajo —que concentraba en pocas naciones el monopolio de la industria y la tecnología, asegurándoles con ello poder económico y político sobre el resto— constituía ya un paso decisivo hacia un modo de industrialización "distinto" en términos históricos.

El contraste era evidente: después de denunciar la escasez persistente en gran parte del planeta como un auténtico "infierno", Marcuse parecía minimizar la relevancia de la reducción de esa escasez a escala mundial. Su reflexión llamaba la atención sobre la polarización extrema entre las sociedades industriales avanzadas y el Tercer Mundo, pero luego argumentaba como si el desarrollo de estas regiones no supusiera un cambio cualitativo. Se podría decir que, al fijarse demasiado en los árboles, dejaba de ver el bosque: la disminución de la polarización social planetaria era al menos tan significativa como la disminución de la desigualdad dentro de una sociedad concreta.

El resultado de esta tensión en su pensamiento es paradójico. Tras subrayar con fuerza el choque entre la revolución anticolonial y la reacción imperialista, Marcuse concluía, insatisfecho con el carácter insuficientemente "nuevo" de las transformaciones emergentes, que "el sistema mundial ya [se ha] unido, para bien y para mal" (Marcuse, 1967a, 70).

 

11. El 4 de agosto de la "teoría crítica" y de la "utopía concreta"

 

Aunque Vietnam había dividido a los filósofos de la "teoría crítica" y a Bloch, representante de la "utopía concreta", enfrentando condenas contra Estados Unidos con algunas declaraciones de apoyo, la Guerra de los Seis Días (5-10 de junio de 1967) volvió a reunirlos. En esa ocasión, Israel derrotó a Egipto, Siria y Jordania, y la unidad entre estos pensadores se reconstruyó en gran medida, aunque con matices notables.

Horkheimer y Adorno se identificaron casi sin reservas con Israel. No solo no mostraron preocupación por responder a las acusaciones de colonialismo o imperialismo que procedían de los movimientos anticolonialistas y tercermundistas, sino que, por el contrario, se esforzaron en invertir los términos de la acusación, trasladando a esos mismos movimientos al banquillo de los acusados. En otras palabras, si alguien debía ser juzgado, no era Israel, sino quienes denunciaban su carácter colonial.

Bloch, en cambio, aunque en el plano político práctico coincidía con Horkheimer y Adorno, adoptaba una estrategia argumentativa distinta. Defendía explícitamente a Israel de las acusaciones de colonialismo e imperialismo. Reconocía, sí, que el nuevo Estado gozaba del apoyo del presidente Johnson, el mismo que sostenía "la guerra en Vietnam" —una guerra de carácter colonial e imperial—, pero insistía en que no debían confundirse dos cuestiones diferentes. Fiel a su estilo, Bloch evocaba un futuro reconciliado, presidido por la convivencia y la "simbiosis" entre judíos y árabes. Declaraba no identificarse con el sionismo, lamentaba que la fundación de Israel se produjera bajo la impronta de Herzl, "nacionalista" que poco se preocupó por esa "simbiosis con los demás pueblos que residen en el territorio", y reconocía la injusticia cometida contra los "prófugos árabes" y contra la "minoría árabe que ha quedado en Israel". Según él, todo habría sido distinto si se hubiera seguido la línea del internacionalista y "socialista Moses Hess", heredero de la tradición profética judía. De ahí su esperanza de que, reactivando esa herencia, surgiera una "nueva simbiosis", incluso una simbiosis que garantizara la "autonomía de Israel" dentro de un "espacio estatal árabe infinitamente mayor" (Bloch, 1967, 421-424).

Sin embargo, a esta evocación luminosa del porvenir se contraponía la dureza de sus juicios presentes. Bloch no solo apoyaba la guerra israelí contra Egipto, sino que acusaba directamente a Nasser de seguir un "modelo nazi", movido por un "odio contra los judíos tan intenso como el que inspiró la "solución final"", acompañado por la complicidad de todo el mundo árabe, al que atribuía una permanente amenaza de exterminio contra Israel. Y todavía más: censuraba a la izquierda europea por apoyar, siquiera parcialmente, a la causa árabe, pues en su opinión no hacía sino "instigar el pogromo", fuera o no consciente de ello (Bloch, 1967, 419-421). Con tales argumentos, Bloch terminaba alineándose con Horkheimer y Adorno en una crítica frontal al anticolonialismo y al tercermundismo en su conjunto.

Conviene recordar que, más allá de la tragedia palestina, en Oriente Medio persistía en esos años un colonialismo de corte clásico, con fuertes connotaciones raciales. Apenas una década antes, en 1956, Egipto había sufrido el ataque de Israel, Gran Bretaña y Francia, tras la nacionalización del canal de Suez. El viejo Imperio británico no estaba dispuesto a renunciar a esa posición estratégica, y Francia pretendía vengarse de Nasser y consolidar su tambaleante dominio sobre Argelia. Churchill, en ese contexto, apelaba a defender la presencia inglesa en Suez "con el fin de prevenir una masacre contra los blancos", y Eisenhower lamentaba que Nasser quisiera "descabalgar a los blancos". Es evidente que, en la mirada de estos estadistas occidentales, los árabes eran percibidos como parte de una población "negroide" (Losurdo, 2007, cap. 6, § 3). La exaltación racial, familiar en Hitler, reaparecía ahora en boca de líderes occidentales, y sin embargo Bloch no dudaba en situar a Nasser al mismo nivel que el Führer.

El caso más problemático dentro de este debate fue el de Marcuse. Su posición, lejos de identificarse completamente con Israel o con sus adversarios, oscilaba en un terreno intermedio. Por un lado, reconocía con franqueza la ilegitimidad de la fundación del Estado: "La fundación de Israel como Estado autónomo puede calificarse de ilegítima en la medida en que se produjo, gracias a un acuerdo internacional, en suelo extranjero y sin tener en cuenta a la población local […] Admito que Israel ha sumado otras injusticias a esta inicial. El trato que le ha dado a la población árabe ha sido cuando menos reprobable, si no peor. La política israelí tiene tintes racistas y nacionalistas que los judíos, precisamente, deberíamos ser los primeros en rechazar […] Una tercera injusticia […] reside en el hecho, a mi juicio indiscutible, de que desde la fundación del Estado la política israelí ha seguido pasivamente las directrices marcadas por la política americana. Jamás, en ninguna ocasión, el representante o los representantes de Israel en las Naciones Unidas se han posicionado a favor de la lucha de liberación del Tercer Mundo contra el imperialismo" (Marcuse, 1967a, 165).

Pero, acto seguido, matizaba: "La injusticia [inicial] no puede repararse con una segunda injusticia. El Estado de Israel existe, y hay que encontrar un espacio de entendimiento y comprensión con el mundo hostil que lo rodea […] En segundo lugar, hay que tener en cuenta también los repetidos intentos de acuerdo por parte de Israel, rechazados siempre por los representantes del mundo árabe. Y en tercer lugar, hay que tener también en cuenta las declaraciones, en absoluto genéricas, sino claras y contundentes, en las que los portavoces árabes afirman que quieren emprender una guerra de exterminio contra Israel". A partir de este razonamiento concluía sin ambigüedad: "En semejantes circunstancias puede y debe comprenderse y justificarse la guerra preventiva (como de hecho lo fue la guerra contra Egipto, Jordania y Siria)" (Marcuse, 1967a, 165-166).

La conclusión de Marcuse se apoyaba en el supuesto de que los países árabes buscaban efectivamente una "guerra de exterminio", lo cual remite al recuerdo ominoso de la "solución final". Pero ese supuesto ni se probaba ni se aclaraba en su significado. En la historia abundan los ejemplos de "aniquilación" política de Estados —la desaparición de Polonia en el siglo XVIII, la absorción de pequeños Estados en las unificaciones de Italia y Alemania, la disolución de la Confederación sudista en la guerra civil norteamericana, o incluso el fin de la Unión Soviética en el siglo XX—, pero en todos esos casos la desaparición estatal no implicó la aniquilación física de sus habitantes. Marcuse parecía pasar por alto esta distinción fundamental.

Él mismo reconocería más tarde que su postura estaba marcada por una tensión no resuelta. Admitía que en la izquierda estadounidense había una "propensión bastante acusada y del todo comprensible a identificarse con Israel". Pero al mismo tiempo, para la izquierda marxista era imposible ignorar que el mundo árabe formaba parte, al menos parcialmente, del frente antiimperialista. De ahí que la "solidaridad emocional" con Israel y la "solidaridad conceptual" con los pueblos coloniales se encontraran en conflicto. Sin embargo, en lugar de priorizar la segunda, como cabría esperar de un filósofo, Marcuse justificaba su inclinación hacia la primera apelando a su propia biografía: "Comprenderán ustedes que me sienta solidario y me identifique con Israel, por razones muy personales, y no solo personales" (Marcuse, 1967a, 164).

Queda abierta entonces la pregunta: ¿no fue esta misma subordinación a la "solidaridad emocional" la que condujo a la socialdemocracia alemana a votar los créditos de guerra en 1914? Bajo esta luz, junio de 1967 se convierte en un símbolo: el 4 de agosto de la "teoría crítica" y de la "utopía concreta", y en parte también del propio Marcuse.

 

12. El 68 y el equívoco de masas del marxismo occidental

 

La izquierda marxista europea y norteamericana de los años sesenta y setenta puede caracterizarse, en buena medida, como un gran malentendido colectivo. En efecto, las multitudes que se manifestaban con fuerza contra la guerra de Vietnam lo hacían, a menudo, bajo la referencia intelectual de pensadores como Adorno y Horkheimer, quienes no compartían en absoluto la simpatía por los movimientos de liberación nacional. Antes bien, los consideraban "retrógrados y reaccionarios", llegando Horkheimer incluso a apoyar sin disimulo la intervención estadounidense en Indochina. Se generaba así una paradoja difícil de ocultar: masas indignadas frente al imperialismo norteamericano exaltaban a pensadores que lo relativizaban o que lo defendían abiertamente.

Algo semejante ocurría con la percepción de China. Tras una larga lucha de liberación nacional y anticolonial, la República Popular despertaba grandes entusiasmos en sectores amplios de la izquierda occidental. Sin embargo, también aquí predominaba lo que se ha descrito como una "comedia de equívocos". Cuando Mao lanzó en 1966 la Revolución Cultural, en Italia, por ejemplo, el naciente Il manifesto la saludaba con entusiasmo. En su primer número, de abril de 1971, K. S. Karol celebraba que "durante la Revolución Cultural se haya reducido profundamente el aparato del partido y del Estado", interpretando este fenómeno como la primera señal de la extinción del Estado, es decir, como la realización de un viejo ideal marxista. Pero esta lectura ignoraba que Mao se había distanciado de esa idea hacía años. Ya en 1956 había afirmado con claridad que los "órganos de nuestro Estado" seguirían existiendo durante un período indefinido; y ponía como ejemplo los tribunales, necesarios "aunque pasen diez mil años", puesto que aun en el comunismo subsistirían contradicciones —no necesariamente antagónicas— que requerirían regulación institucional (Mao, 1956/1979, 451).

La distancia entre lo que Occidente proyectaba y lo que en realidad buscaba la Revolución Cultural se hizo más evidente en 1969, durante el IX Congreso del Partido Comunista Chino. En esa ocasión, Lin Piao, sucesor designado por Mao, dejó claros los objetivos perseguidos: "La Gran Revolución Cultural Proletaria constituye una poderosa fuerza motriz para el desarrollo de las fuerzas productivas sociales en nuestro país". Para ilustrarlo, enumeraba las buenas cosechas, la fortaleza industrial y tecnológica, el entusiasmo sin precedentes de las masas y los récords de producción en fábricas y minas. El lema que sintetizaba todo ello era inequívoco: "Hacer la revolución y estimular la producción" (Lin Piao, 1969, 61-62).

Lin recalcaba la necesidad de "cumplir y superar el nivel de desarrollo de la economía nacional", convencido de que la Revolución Cultural debía impulsar avances espectaculares en la construcción socialista. No en vano, uno de los cargos fundamentales contra Liu Shao-chi era su "teoría del paso de caracol", expresión con la que se le acusaba de no entender que la campaña revolucionaria debía convertirse en un acelerador capaz de llevar a China, en poco tiempo, al nivel de los países capitalistas más desarrollados (Lin Piao, 1969, 64-65 y 48-49). La Revolución Cultural se presentaba, en este sentido, como una reanudación del "Gran Salto Adelante" de 1958, que había buscado movilizar a las masas para impulsar de manera fulgurante el desarrollo económico e industrial.

El contraste con la lectura del marxismo occidental resultaba evidente. Incluso entre quienes en Italia se mostraban entusiastas con la Revolución Cultural, circulaban obras como la de Mario Tronti, que afirmaba que la revolución socialista "suprime el trabajo. Y así es como suprime la dominación de clase. La supresión obrera del trabajo y la destrucción violenta del capital son, pues, lo mismo" (Tronti, 1966, 263 [trad. esp., 272]). Este planteamiento mostraba hasta qué punto la percepción europea se apartaba de los objetivos chinos: lo que en Pekín se entendía como impulso productivo, en Occidente se aplaudía como anuncio de la supresión misma del trabajo.

El malentendido se acentuaba porque Mao había subrayado desde 1937 la centralidad de la "actividad productiva material" como medio tanto para incrementar la riqueza social como para ampliar el "conocimiento humano". Sostenía que "la producción a una escala reducida limitaba el horizonte de las personas" y que la práctica productiva era indispensable incluso "en la sociedad sin clases" (Mao, 1937/1969-1975, I, 313-315). Sin embargo, en Europa y Norteamérica este texto —Sobre la praxis— se citaba casi exclusivamente como argumento de lucha de clases, dejando de lado la dimensión productiva y científica. El homenaje a Mao era así un homenaje parcial, pues se ignoraba deliberadamente aquello que más peso tenía en su concepción de la revolución.

El equívoco no solo afectaba a la lectura de Mao, sino también a la interpretación de Marx. La idea de "suprimir el trabajo", celebrada en ciertos círculos europeos, se oponía al planteamiento expuesto en el Manifiesto comunista, donde se decía que "el proletariado se valdrá de su poder político" y del control de los medios de producción para "incrementar, a la mayor velocidad posible, la masa de las fuerzas productivas" (MEW, IV, 481). Esta directriz era especialmente relevante en Oriente, donde los pueblos recientemente descolonizados no podían asegurar su independencia sin una rápida modernización económica y tecnológica.

Mao lo entendía con claridad. En 1949 había advertido sobre el riesgo de que China se convirtiera en "una colonia americana" en el terreno económico, y concebía la revolución como un proceso doble: político, para eliminar las desigualdades internas y externas; y productivo, para reducir la brecha que separaba al país de las naciones avanzadas. Solo así se garantizaría la estabilidad nacional y se pondría fin a la humillación impuesta por el imperialismo, logrando que China se transformara en un modelo atractivo para la revolución anticolonial mundial.

La estrategia vietnamita coincidía con esta perspectiva. Durante la guerra de independencia, Le Duan, secretario del Partido de los Trabajadores de Vietnam, destacaba que, tras la victoria política, la misión principal sería la "revolución técnica". De ahí que insistiera en que "las fuerzas productivas desempeñan el papel decisivo", y que el objetivo fundamental era alcanzar "una productividad más elevada, estimulando la construcción de la economía y el desarrollo de la producción" (Le Duan, 1967, 61-63).

Todo esto pone de manifiesto una brecha profunda entre las revoluciones asiáticas y su recepción en Occidente. Para los movimientos del Tercer Mundo, la emancipación nacional estaba indisolublemente ligada a un vertiginoso desarrollo productivo; mientras que para gran parte del marxismo europeo y norteamericano aquellas experiencias eran vistas principalmente como gestos de rebelión contra el poder en general. La célebre consigna de Mao —"¡Rebelarse es justo!"—, que en China buscaba canalizar la energía de las masas hacia la producción y la construcción socialista, era reinterpretada en Europa y América como un llamamiento a la insurrección permanente, desligada de cualquier proyecto de edificación alternativa.

En conclusión, lo que en China terminó derivando en una anarquía objetiva que el ejército se vio obligado a contener, en Occidente se convirtió en inspiración para un anarquismo teórico y práctico que encontró su revancha histórica en el movimiento del 68 y en amplios sectores del marxismo occidental. Lo que en Asia pretendía ser el camino hacia la consolidación de la independencia y la aceleración del desarrollo socialista, en Europa y América acabó transformándose en una rebelión abstracta y sin horizonte, que despojó al marxismo de proyecto histórico, reduciéndolo a mera "teoría crítica" o, en el mejor de los casos, a una forma de espera mesiánica.

 

CAPÍTULO IV.  TRIUNFO Y MUERTE DEL MARXISMO OCCIDENTAL

 

1. Ex Occidente lux et salus!

 

En 1976, Perry Anderson proclamaba con entusiasmo que el marxismo occidental, al fin, había conseguido liberarse de cualquier lazo con su contraparte oriental. Esa afirmación adquiría un sentido particular en aquel momento: justo ese año moría Mao Tse-Tung y comenzaba en China una pugna entre distintos aspirantes a la sucesión, que pronto desembocó en el ascenso de una dirigencia dispuesta a poner fin a la "Revolución Cultural". Sin embargo, la ruptura con ese proceso no significaba el cierre de las tensiones, ya que las relaciones entre la Unión Soviética y China seguían siendo conflictivas. A la vez, el campo socialista atravesaba contradicciones profundas y las luchas anticoloniales también sufrían retrocesos. En Europa occidental emergía con fuerza el llamado "eurocomunismo", que se distanciaba de manera clara de la experiencia del socialismo real del Este y agrupaba a partidos comunistas de gran influencia en Italia, Francia y España. Ese eurocomunismo, con su orientación autónoma respecto de Moscú, difundía entre amplios sectores de la izquierda una especie de confianza ciega en la superioridad cultural de Occidente: ex Occidente lux et salus, "de Occidente vienen la luz y la salvación".

Esta actitud no era completamente nueva. De hecho, prolongaba una tendencia que ya había comenzado en los días mismos de la Revolución de Octubre. Cuando todavía en Rusia se combatía la guerra civil, el reformista italiano Filippo Turati criticaba con dureza a los seguidores del bolchevismo, acusándolos de haber olvidado "la enorme superioridad de nuestra evolución civil, desde el punto de vista histórico" y de dejarse arrastrar por el entusiasmo hacia "el mundo oriental, frente al occidental y europeo". Para Turati, esa confusión equivalía a comparar los "sóviets" rusos con los parlamentos occidentales, como si las "hordas" bárbaras pudieran equipararse a las "ciudades" civilizadas (Turati, 1919a, 332; 1919b, 345). En uno de sus textos, titulado significativamente Leninismo y marxismo, la distinción quedaba clara: el "leninismo" representaba un marxismo oriental, tosco y bárbaro por naturaleza, mientras que el "marxismo" auténtico era el occidental, refinado y legítimo. Esta mirada "orientalista" sobre la revolución rusa se expandió rápidamente por Europa.

Incluso antes que Turati, ya durante la guerra, Ernst Bloch había emitido un juicio durísimo. En 1918 escribía que de la Rusia soviética "no nos llega más que hedor y barbarie, en otros términos: un nuevo Gengis Kan, que se las da de liberador del pueblo mientras agita abusivamente las banderas del socialismo" (Bloch, 1918/1985, 399). Aun así, Bloch reconocía que la situación del país era dramática, aunque atribuía esa catástrofe exclusivamente a los bolcheviques, a quienes acusaba de haber abandonado a Francia, Gran Bretaña y Estados Unidos al negarse a continuar la guerra junto a ellos. Admitía, eso sí, que Alemania había invadido Rusia, anexionándose enormes territorios y cometiendo masacres con características coloniales. Pero ni siquiera ese reconocimiento lo llevó a abandonar su mirada orientalista sobre la revolución.

Unos años después, Karl Kautsky retomaba el mismo argumento: "las ciudades rusas todavía están saturadas de aromas orientales" (Kautsky, 1927, ii, 434). Había algo de verdad en esta línea de razonamiento, pues Rusia no contaba con una tradición de constitucionalismo comparable a la de Europa occidental. Sin embargo, lo que estos críticos omitían era el respaldo que el liberalismo occidental había brindado tanto al régimen zarista como, después, a las fuerzas contrarrevolucionarias de los "Blancos", empeñadas en restaurar la autocracia o imponer una dictadura militar. Tampoco se mencionaba la frágil situación geopolítica en que se encontraba el nuevo Estado soviético, sometido a un estado de excepción permanente por la presión de las potencias occidentales.

Bloch, por ejemplo, caía en una contradicción: exigía que el régimen nacido de la Revolución de Octubre adoptara un desarrollo liberal y parlamentario, pero al mismo tiempo reclamaba que continuara la guerra mundial, lo que solo podía sostenerse recurriendo a medidas dictatoriales y brutales, rechazadas por la mayoría de la población. Kautsky, por su parte, prefería recurrir a nociones esencialistas, hablando de una supuesta "esencia oriental" en lugar de analizar los factores históricos y geográficos que condicionaban la situación rusa.

Esta tendencia a atribuir los problemas de los procesos revolucionarios a una "naturaleza oriental" no desapareció con el tiempo. Décadas más tarde, en 1968, mientras la guerra de Vietnam mostraba al mundo los horrores de la intervención estadounidense, Max Horkheimer evitaba condenar directamente esa violencia y prefería explicar el "aparato totalitario" instaurado por Stalin y Mao como resultado de "la crueldad colectiva que se practica en Oriente" (Horkheimer, 1968a, 138). En ese mismo año, Herbert Marcuse, aunque reconocía "la inmensa capacidad de agresión" del capitalismo-imperialismo, también utilizaba la noción de "totalitarismo oriental", reforzando un enfoque esencialista. En ambos casos se ignoraba la situación geopolítica de la Unión Soviética y de China, así como las limitaciones teóricas de Marx, un pensador occidental que nunca se interesó demasiado por el problema de cómo restringir el poder estatal y que, en ocasiones, alimentaba la esperanza de que el Estado se extinguiera. Reducir los fracasos democráticos de esos países a una vaga "crueldad oriental" significaba ignorar tanto la historia concreta como las presiones externas.

El peso de este enfoque orientalista se hizo aún más evidente durante la Guerra Fría. George F. Kennan, uno de los arquitectos de la política estadounidense de "contención" frente a la URSS, justificaba esa estrategia apelando a la necesidad de controlar la "mentalidad oriental" (oriental mind) (en Hofstadter, 1958, iii, 414). Así, la oposición entre Oriente y Occidente, en clave cultural y esencialista, se volvió una herramienta ideológica de primer orden. Y lo notable es que, aun después del final de la Guerra Fría, este esquema mental siguió influyendo en el pensamiento occidental: Slavoj Žižek, por ejemplo, llegó a describir a Mao Tse-Tung como un déspota cruel y caprichoso, reproduciendo los estereotipos más burdos del orientalismo (infra, V, § 2).

En este panorama, no sorprende el éxito del libro de Anderson. Al declarar que el marxismo occidental había roto sus vínculos con el oriental, lo presentaba como un pensamiento liberado de una carga que lo mantenía atado al atraso, a la barbarie y al fracaso. En la medida en que dejaba atrás a los países y experiencias que encarnaban esa herencia, podía presentarse como un marxismo autónomo, elevado y civilizado. Sin embargo, ese aparente triunfo del marxismo occidental y del eurocomunismo resultó efímero. La corriente que parecía tan sólida en los años setenta pronto se agotaría, y tanto el marxismo occidental como el eurocomunismo acabarían desapareciendo, sin haber podido ofrecer una alternativa real frente al colapso del socialismo en el Este ni frente al avance del capitalismo global.

 

2. El culto a Arendt y el olvido del nexo entre colonialismo y nazismo

 

La renuncia, a menudo despectiva, a comprender lo que en Oriente estaba ocurriendo con la revolución anticolonial y con los experimentos poscapitalistas había preparado, desde hacía tiempo, el terreno para una rendición ideológica de gran alcance. Un ejemplo sintomático de este proceso se encuentra en el culto, casi reverencial, hacia Hannah Arendt, una filósofa que, partiendo de posiciones de extrema izquierda, terminó por acusar a Marx de enemigo de la libertad y de inspirador del totalitarismo comunista. Hoy se la coloca en ocasiones en comparación ventajosa con Rosa Luxemburgo (Haug, 2007, 181-182 y 196), y se la ha convertido incluso en una de las autoras de referencia de Imperio, el libro que alcanzó mayor notoriedad dentro del marxismo occidental. La consecuencia de esta orientación fue clara: los ya frágiles vínculos entre el marxismo occidental y las luchas anticoloniales en el mundo acabaron por romperse definitivamente.

Frente a esa ruptura, los pueblos coloniales y los de origen colonial que se encontraban en pleno proceso de emancipación llevaban mucho tiempo siendo conscientes de algo que en Europa no siempre se reconocía: la profunda relación entre el fascismo, el nazismo y la larga tradición colonialista. Un año después del ascenso del Tercer Reich, W. E. B. Du Bois (1934/1986, 1243) vinculaba de manera explícita el Estado racial que Hitler estaba consolidando en Alemania con el régimen racial que desde hacía décadas regía en el Sur de los Estados Unidos, así como con la supremacía blanca y con el dominio colonial que Occidente, en su conjunto, imponía a escala global. Más tarde, en su autobiografía, Du Bois reforzaba esta interpretación afirmando que "Hitler es el exponente tardío, descarnado pero consecuente, de la filosofía racial del mundo blanco"; en consecuencia, la democracia estadounidense y, en general, la occidental, construida sobre la exclusión de las "clases inferiores" y sobre todo de los "pueblos de color de Asia y África", carecía de credibilidad (Du Bois, 1940/1986, 678). De manera significativa, Du Bois utilizaba incluso la categoría de "totalitarismo" para subrayar el vínculo entre el nazismo y la tradición colonialista.

En los años 1942-1943, un militante afroamericano de extrema izquierda, A. Philip Randolph, aunque distanciándose de los métodos violentos atribuidos al movimiento comunista, insistía en señalar lo que consideraba un aspecto esencial: que tanto la Alemania nazi como el imperio racial que Japón intentaba imponer en China, así como el colonialismo británico en la India y el régimen de supremacía blanca del Sur estadounidense, podían describirse no solo en términos de "racismo" o de "hitlerismo", sino también como formas de "tiranía totalitaria" (Kapur, 1992, 107, 109 y 112). En su perspectiva, el "totalitarismo" era el poder que las supuestas razas superiores ejercían sobre los pueblos de color y sobre el mundo colonial en general. Para reforzar su argumento, Randolph apelaba incluso a Gandhi, quien en 1941 había afirmado: "En la India tenemos un gobierno hitleriano, por mucho que se lo camufle empleando términos más blandos" (Gandhi, 1969-2001, lxxx, 200).

Ciertamente, este modo de argumentar podía resultar erróneo, porque tendía a borrar las diferencias entre situaciones políticas concretas y heterogéneas. Sin embargo, tenía la virtud de señalar un elemento común: la idea de jerarquía racial, la convicción de que los pueblos definidos como "razas inferiores" estaban destinados por naturaleza y por la Providencia a ser dominados por la raza blanca o aria. Esa misma idea llevó a Hitler a imaginar unas "Indias germanas" inspiradas en el modelo de las colonias británicas, o a buscar en Europa oriental un equivalente del Oeste norteamericano que pudiera ser sometido y colonizado de forma similar.

Incluso tras el final de la Segunda Guerra Mundial, la percepción de un vínculo estrecho entre el Tercer Reich y la supremacía blanca estadounidense se mantuvo viva entre la población afroamericana. Un episodio recogido indirectamente por Arendt en una carta a Karl Jaspers, fechada el 3 de enero de 1960, lo ilustra con elocuencia: se había pedido a estudiantes neoyorquinos que imaginaran un castigo para Hitler, y una joven negra propuso "ponerle una piel negra y obligarle luego a vivir en los Estados Unidos" (en Young-Bruehl, 1982, 361). Con esa simple idea, la muchacha condensaba la lógica de una justicia compensatoria que obligaba a los responsables de la violencia nazi a experimentar, en carne propia, las humillaciones de la supremacía blanca.

También en otros escenarios coloniales se hicieron comparaciones similares. Los militantes de la revolución argelina y, en particular, Frantz Fanon, establecieron un paralelo entre el colonialismo francés y el Tercer Reich. Para Fanon, nazismo y fascismo eran "el colonialismo en el seno de países tradicionalmente colonialistas", de modo que "no hace muchos años, el nazismo transformó toda Europa en una auténtica colonia" (Fanon, 1961, 50, n., y 59). Esta interpretación encontraba eco en los propios juicios de Núremberg, donde los dirigentes nazis fueron condenados no solo por sus crímenes de guerra, sino también por haber llevado adelante un proyecto colonial basado en el derecho superior de la "raza de los señores" y por haber desarrollado un vasto sistema de explotación del trabajo forzado que recordaba "los tiempos más oscuros de la trata de esclavos" (Heydecker, Leeb, 1985, ii, 531 y 543).

En su primera etapa, la propia Hannah Arendt reconocía este nexo. Durante la guerra, describía al nazismo como el "imperialismo más horrible que haya conocido el mundo" (Arendt, 1942a, 193 [trad. esp., 421 ss.]). En ese marco, subrayaba cómo el imperialismo pretendía dividir a la humanidad en "razas superiores e inferiores", en "amos y esclavos", en "blancos y pueblos de color". Incluso llegaba a afirmar que el antisemitismo había sido combatido de manera ejemplar en la Unión Soviética, que ofrecía "una solución justa y muy moderna de la cuestión nacional" (Arendt, 1942a, 193 [trad. esp., 421 ss.]), y en 1945 insistía en elogiar "su modo, absolutamente nuevo y exitoso, de afrontar y armonizar los conflictos nacionales" (Arendt, 1945c, 99).

Estos juicios tempranos de Arendt se insertaban en un esfuerzo más amplio por desentrañar las raíces del fascismo, situadas en "el problema colonial irresuelto", en la "supremacía blanca" y en la rivalidad entre potencias imperialistas. Según ella, "el fascismo ha sido derrotado esta vez, pero estamos muy lejos de haber extirpado el mal de fondo de nuestra época. Sus raíces siguen siendo fuertes y llevan el nombre de antisemitismo, racismo e imperialismo" (Arendt, 1945b, 45 y 48). En esos mismos años alertaba de que el imperialismo, con sus motores —"el poder por el poder, la expansión por la expansión y el racismo"— seguía gobernando el mundo (Arendt, 1946b, 27).

De hecho, incluso en su célebre obra Los orígenes del totalitarismo (1951), al menos en sus dos primeras partes, Arendt dedicó gran espacio a analizar cómo el antisemitismo y el imperialismo europeo, y en particular el británico, habían sentado las bases ideológicas para el nazismo. Allí señalaba cómo figuras como Disraeli o Gobineau habían contribuido a forjar un "culto a la raza" que justificaba la dominación colonial y los crímenes del imperialismo moderno (Arendt, 1951, 224, 245-246 [trad. esp., 258, 274-275 y 285]). Para ella, el colonialismo había sido el primer laboratorio del poder totalitario: las colonias permitían experimentar formas de dominación sin límite, incluidas las "masacres administrativas" (Arendt, 1951, 182, 186, 301 [trad. esp., 224 y 324]).

Sin embargo, este planteamiento inicial fue cambiando con el clima de la Guerra Fría. La tercera parte de Los orígenes del totalitarismo, influida por ese nuevo contexto, desplazó el eje del análisis desde el imperialismo hacia la categoría de totalitarismo. Allí, la Unión Soviética fue situada en un mismo plano que la Alemania nazi, y en consecuencia, Occidente aparecía como el bloque antitotalitario, incluso cuando incluía imperios coloniales aún vigentes. El resultado fue un libro heterogéneo que desconcertó a muchos historiadores.

Golo Mann, por ejemplo, criticó con dureza que Arendt dedicara dos tercios de la obra al antisemitismo y al imperialismo, en lugar de centrarse en la historia específica de Alemania, Italia o Rusia. A su juicio, solo la tercera parte abordaba realmente "la materia" del totalitarismo (Mann, 1951, 14). Otros historiadores, en cambio, señalaron que lo problemático no eran las primeras partes, sino precisamente la tercera, donde se había forzado una simetría entre nazismo y comunismo soviético que respondía más a exigencias ideológicas de la Guerra Fría que a un análisis histórico riguroso (Gleason, 1995, 112; Kershaw, 1985, 42).

El contraste entre estas dos lecturas revela la tensión interna del libro: mientras unos lo criticaban por atacar al imperialismo occidental, otros veían en la tercera parte un giro artificial que equiparaba mecánicamente a la URSS con el Tercer Reich.

En este sentido, la deriva posterior del marxismo occidental no deja de ser significativa. En Imperio, Hardt y Negri escribían: "Es una trágica ironía del destino que, en Europa, el socialismo nacionalista acabe por asemejarse al nacionalsocialismo" (Hardt y Negri, 2000, 115). Con afirmaciones como esta, los autores pasaban por alto el enfrentamiento decisivo entre colonialismo y anticolonialismo, y entre la perpetuación o la abolición de la esclavitud colonial. Se plegaban así, consciente o inconscientemente, a la narrativa de la Guerra Fría, que buscaba criminalizar el comunismo y, al mismo tiempo, minimizar o absolver las responsabilidades históricas del colonialismo y el imperialismo.

 

3. El Tercer Reich: de la historia del colonialismo a la historia de la locura

 

En los primeros escritos de Hannah Arendt aparecía con nitidez la relación entre imperialismo y antisemitismo, y también entre antisemitismo y anticomunismo. Según ella, los "imperialistas raciales" veían a los judíos como un cuerpo extraño, organizado de manera internacional y unido por supuestos vínculos de sangre, y además los acusaban de ser "representantes étnicos de la Internacional comunista", la cual se presentaba como un instrumento de la "conspiración judía mundial de los Sabios de Sion" (Arendt, 1946b, 34; 1945b, 44-45).

En aquellos mismos años, Arendt (1942b, 27-33 [trad. esp., 431-434]) establecía una comparación crítica entre Theodor Herzl y Bernard Lazare. La diferencia principal era que Herzl confiaba la emancipación judía a concesiones coloniales otorgadas por las grandes potencias, mientras que Lazare concebía esa emancipación como parte inseparable de un proyecto revolucionario universal, de carácter anticolonialista y antiimperialista, en alianza con todos los pueblos sometidos.

En el polo opuesto, Hitler se presentaba como enemigo absoluto no solo de la emancipación judía, sino también de cualquier lucha anticolonial. El crimen más brutal del Tercer Reich —el genocidio judío— debía entenderse dentro de esa lógica. El imperialismo, señalaba Arendt, se apoyaba en la pretensión de imponer la ""ley natural" del derecho del más fuerte" y en la tendencia a "exterminar "las razas inferiores que no son dignas de sobrevivir"" (Arendt, 1945a, 23). No había que olvidar que el "exterminio de los indígenas" había sido "prácticamente a la orden del día" cuando se fundaban "nuevos asentamientos coloniales en América, Australia y África" (Arendt, 1950, 9).

El genocidio judío fue nuevo por el grado de organización con que se ejecutó, pero hundía sus raíces en una tradición mucho más larga: la del colonialismo y el imperialismo, atravesados por múltiples exterminios anteriores. Esa tradición incluía no solo prácticas de aniquilación efectivas, sino también elaboraciones teóricas que justificaban el exterminio como opción legítima. A fines del siglo XIX, cuando los pueblos coloniales empezaban a rebelarse, varios dirigentes y círculos influyentes llegaron incluso a proponer el genocidio como solución.

Así, Theodore Roosevelt (1894/1951, 377) afirmaba que si "una de las razas inferiores" atacaba a la "raza superior", esta debía responder con una "guerra de exterminio (war of extermination)". Los soldados blancos, convertidos en "cruzados", tenían entonces el deber de "matar a hombres, mujeres y niños". Aunque se levantarían protestas, Roosevelt creía que si el "control blanco" estaba en riesgo, esas voces serían acalladas sin dificultad.

Pocos años después, esa lógica se materializó en la ocupación estadounidense de Filipinas. Allí, tras derrotar a España, Estados Unidos reprimió al movimiento independentista con métodos coloniales extremos: destrucción de cosechas y ganado, internamiento masivo de civiles en campos de concentración donde reinaba la muerte, y asesinatos sistemáticos de varones mayores de diez años (Losurdo, 2015, cap. 5, § 5).

En este contexto surgía una pregunta inevitable: ¿qué suerte aguardaba a quienes incitaban a las "razas inferiores" a rebelarse contra el dominio blanco? Esa pregunta cobró fuerza tras la Revolución de Octubre, que había llamado a los "esclavos de las colonias" a liberarse. En 1923, cuando la agitación bolchevique y las rebeliones coloniales despertaron alarma sobre la supervivencia de la supremacía blanca a escala mundial, el influyente escritor estadounidense Lothrop Stoddard subrayó la presencia judía en la "revuelta" bolchevique y anticolonial.

Para Stoddard, desde Marx los judíos habían sido fundamentales en el "movimiento revolucionario"; su "crítica destructiva" los convertía en "excelentes líderes revolucionarios", lo cual se confirmaba —según él— con la Revolución de Octubre y con el "régimen judeo-bolchevique de la Rusia soviética" (Stoddard, 1923, 151-152). Mucho antes que Hitler, Stoddard identificaba en ese "régimen judeo-bolchevique" al enemigo principal que debía ser destruido.

El lema que luego guiaría la cruzada genocida nazi ya estaba en sus páginas. En 1921 había publicado un libro que defendía la "supremacía blanca mundial" frente a la "marea en ascenso de los pueblos de color" (Stoddard, 1921). Allí sostenía que contra el under man, el "infrahombre" —que para él eran los pueblos coloniales rebeldes, los agitadores bolcheviques y los judíos— solo cabían las medidas más extremas. Y agregaba: "en la mayoría de los casos" —con clara referencia a los judíos— "los bolcheviques nacen, no se hacen"; por lo tanto, "es imposible convertir al infrahombre", pues "la naturaleza misma lo ha declarado inapto para la civilización"; en consecuencia, se podía "extirpar por completo" a esos enemigos de la civilización (Stoddard, 1923, 233, 86-87 y 212).

La guerra emprendida por el Tercer Reich contra el "régimen judeo-bolchevique de la Rusia soviética", denunciado ya por Stoddard, dio lugar a dos procesos paralelos: por un lado, el genocidio judío; por otro, la eliminación sistemática de los cuadros dirigentes comunistas y soviéticos, acompañada por la reducción de millones de rusos a la condición de esclavos coloniales, condenados a la miseria, al hambre y a la enfermedad.

De ahí se desprende una conclusión: el genocidio judío fue parte integral de la cruzada contra el judeo-bolchevismo y de la contrarrevolución colonialista. El Tercer Reich fue el principal actor de esa cruzada, pero sus raíces eran anteriores a Hitler y desbordaban las fronteras de Alemania. Como escribía Arendt (1945b, 43-45), ya a fines de los años veinte "el Partido Nacionalsocialista se convirtió en una organización internacional, cuya dirección residía en Alemania" y cuyo objetivo era restablecer la "supremacía blanca".

Sin embargo, esta interpretación desaparecía en la tercera parte de Los orígenes del totalitarismo. Allí se producía además un cambio metodológico: se pasaba de la categoría de "imperialismo racial" a la de "totalitarismo", definido en términos psicológicos y psicopatológicos. El totalitarismo era descrito como "locura", como "desprecio totalitario hacia la realidad y la facticidad". Se lo presentaba como un mundo de insensatez, donde "el castigo se inflija sin relación alguna con un delito" y donde incluso "la explotación practicada sin obtener beneficio y el trabajo que no da producto demarcan un lugar en el que cotidianamente se crea insensatez […]". En ese mismo marco, el régimen imponía un "supersentido" ideológico que anulaba al sentido común, al punto de que "la propia política exterior del Tercer Reich no responde ni a la lógica ni al cálculo", pues sus guerras se emprendían "exclusivamente por razones ideológicas: para demostrar a escala mundial que la propia ideología tiene razón, para edificar un mundo ficticio coherente que no se vea importunado más por la facticidad" (Arendt, 1951, 626-629 [trad. esp., 613-614]).

En síntesis, el totalitarismo quedaba definido como una locura que solo persigue la locura. Pero este marco hacía olvidar lo que la propia Arendt había sostenido años antes: que el colonialismo había estado marcado por la eliminación sistemática de pueblos indígenas en América, Australia y África, y que esa misma lógica colonial había sido trasladada al Este europeo.

Es cierto que el genocidio nazi tuvo a los judíos como objetivo privilegiado. Pero incluso en ese punto, Arendt había advertido que para los nazis los judíos eran los "representantes étnicos de la Internacional comunista" y, junto con los bolcheviques, enemigos centrales de la "supremacía blanca".

Al reducir todo a una lógica de insensatez, la tercera parte de Los orígenes del totalitarismo desligaba al Tercer Reich de la tradición colonial, históricamente movida por intereses de poder, lucro y cálculo. Esa desvinculación encontró escaso respaldo en la historiografía. Algunos, como Aly y Heim (2004, 11), recordaron que el nazismo perseguía "fines utilitaristas" claros. Otros mostraron cómo las guerras de exterminio en el Este habían instaurado una vasta esclavitud al servicio de la producción militar, cómo Hitler pretendía construir un imperio continental —la mayor empresa colonial de la historia europea— y cómo ese proyecto incluía la colonización del territorio por campesinos alemanes y europeos, al modo de los blancos en el Oeste norteamericano.

El proyecto nazi, por tanto, no fue pura irracionalidad, del mismo modo que tampoco lo habían sido la trata de esclavos, la expansión estadounidense hacia el Pacífico o las guerras coloniales en su conjunto.

En sus últimos años, Arendt se acercó a una tradición intelectual que, desde Tocqueville hasta Taine, había descrito grandes crisis históricas —como 1848 o la Comuna de París— en términos de locura colectiva. Este paradigma, al aplicar categorías médicas o psicológicas a fenómenos políticos, permitía blindar el orden vigente, presentando las revoluciones como desvaríos patológicos.

Aplicado al nazismo, este enfoque tenía un efecto claro: suavizaba las responsabilidades del colonialismo y del liberalismo occidentales, colocándolos como externos a la barbarie de la "solución final". En la práctica, al diluir la conexión entre el genocidio y la tradición colonial, y al equiparar al comunismo con el nazismo, la lectura de Arendt reforzaba la narrativa de la Guerra Fría, que criminalizaba por igual a los dos principales adversarios del liberalismo.

El marxismo occidental, en lugar de resistirse, acompañó dócilmente ese giro. Así, mientras el marxismo oriental recordaba que el capitalismo-imperialismo ya había mostrado su rostro brutal en las colonias mucho antes de 1914, el marxismo occidental cometía el error de fechar el inicio de la barbarie en 1939, cuando Europa sufrió lo que los pueblos coloniales soportaban desde siglos atrás.

En su fase final, plegándose a la última Arendt, el marxismo occidental terminó por ignorar deliberadamente el mundo colonial y, en sus análisis sobre poder e instituciones totales, terminó reforzando la ideología dominante de su tiempo.

 

7. Foucault y la historia esotérica del racismo…

 

Junto a Hannah Arendt, otro pensador desempeñó un papel clave en la construcción de una brecha insalvable entre el marxismo occidental y las luchas de liberación anticolonial. Se trata de Michel Foucault, quien ya en los años sesenta era mencionado con reconocimiento por Althusser —por entonces el filósofo marxista de mayor prestigio— como un autor de importancia creciente (Althusser y Balibar, 1965, 27, 46 y 110). La influencia de Foucault se debe a que, a partir de su análisis de la infiltración y de la omnipresencia del poder, no solo en las instituciones y en las relaciones sociales sino incluso en los dispositivos conceptuales, irradiaba una apariencia de radicalismo capaz de fascinar y, sobre todo, de presentarse como una herramienta crítica frente a la ideocracia y el autoritarismo que sustentaban al llamado "socialismo real", ya entonces en crisis evidente.

Ese radicalismo, sin embargo, no tardó en transformarse en lo contrario de lo que aparentaba ser. La condena foucaultiana de cualquier forma de poder —no solo del poder ejercido en la sociedad, sino incluso del que se despliega en los discursos que analizan la sociedad— hacía prácticamente imposible la "negación determinada (bestimmte Negation)", es decir, aquella negación de un contenido específico que, en la tradición hegeliana, constituye el punto de partida indispensable para una transformación social efectiva y, por tanto, para la revolución (Hegel, 1812/1969-1979, v, 49). Su crítica, al extenderse sin matices a todo tipo de poder, acababa desarmando políticamente al pensamiento que aspiraba a transformar la sociedad.

Además, este esfuerzo de Foucault por identificar y desmitificar las diversas formas de dominación tenía lagunas notables allí donde la dominación se manifestaba con mayor brutalidad: en el ámbito colonial. Apenas dedicó atención a la opresión ejercida por las potencias coloniales ni a las luchas de liberación que surgían contra ella. No participó en la protesta contra la masacre de los argelinos en París, en la que sí intervinieron Sartre y Pierre Boulez, y tampoco se comprometió en la denuncia de la tortura ni de la violenta represión utilizada para sofocar la insurrección independentista de Argelia. De ahí que se haya podido señalar con razón que "su crítica del poder no se fija más que en Europa" (Taureck, 2004, 40 y 116). Los pueblos coloniales y sus descendientes quedaron fuera de su horizonte, incluso cuando elaboraba estudios de carácter histórico.

Así, por ejemplo, Foucault sostenía que a finales del siglo XVIII se habría iniciado "en Europa y los Estados Unidos" la "desaparición del espectáculo del castigo" y de la "ritualización pública de la muerte" (Foucault, 1975, 13-14; 1976, 213). Su cronología parte del suplicio de Robert-François Damiens —autor de un fallido atentado contra Luis XV—, cuya ejecución en 1757 reconstruye con todo detalle (Foucault, 1975, 9-11). Sin embargo, si se incluye en la mirada histórica a la población afroamericana, lo que se observa en los siglos XIX y XX no es la desaparición del espectáculo del castigo, sino su triunfo. En los Estados Unidos de la supremacía blanca, los linchamientos de negros —acusados con frecuencia de manera infundada de atentar contra la pureza sexual de mujeres blancas— se convirtieron en rituales públicos a los que asistían multitudes. Los periódicos anunciaban las ejecuciones, los trenes añadían vagones para transportar a los espectadores, y hasta se suspendían las clases para que los niños asistieran. Los linchamientos incluían torturas extremas —castración, desollamiento, quema, ahorcamiento, disparos— y se comercializaban como espectáculos: se vendían recuerdos macabros como dedos, huesos o genitales, además de postales conmemorativas (Woodward, 1998, 16). Nada de esto tiene cabida en la historia de la "economía punitiva" que Foucault reconstruye y que presenta como un proceso en el que "poco a poco el castigo deja de ser una escenificación" y pasa a considerarse algo negativo (Foucault, 1975, 13-14 y 27). Para la población afroamericana, en cambio, el castigo y la muerte adquirieron una visibilidad pública sin precedentes.

Este sesgo no es accidental. Foucault traza una historia del racismo que resulta peculiar hasta el punto de ser calificada de esotérica. Según él, "a mediados del siglo XIX" habría surgido en Francia un discurso antiautoritario y revolucionario que concebía la sociedad como enfrentamiento entre razas o clases, introduciendo la idea de que "la historia de los unos no es la historia de los otros" (Foucault, 1976, 73 y 65). Poco después, ese discurso habría sufrido una inversión: "la idea de la raza, con todo lo que tiene al mismo tiempo de monista, estatal y biológico, va a ser sustituida por la idea de la lucha entre las razas". Así, el racismo aparecería como "el discurso revolucionario, pero invertido", aunque "la raíz sigue siendo la misma" (Foucault, 1976, 74). En esta lectura, tanto el nazismo como el estalinismo serían manifestaciones de un "racismo de Estado", que en el caso soviético se expresaría en la conversión del enemigo de clase en un supuesto "peligro biológico" (Foucault, 1976, 75).

La propuesta es problemática en varios sentidos. En primer lugar, reduce el racismo de Estado al siglo XX, ignorando fenómenos previos. En el siglo XIX, los abolicionistas denunciaban la Constitución estadounidense como un pacto con el diablo por legitimar la esclavitud racial, o criticaban la Fugitive Slave Law de 1850, que obligaba a todos los ciudadanos a convertirse en cazadores de esclavos bajo pena legal. Marx mismo comentó con ironía que "parece ser que el deber constitucional del Norte era el de actuar como cazadores de esclavos por cuenta de los propietarios sudistas" (MEW, XV, 333). Se trataba, evidentemente, de un racismo inscrito en las instituciones del Estado. Por ello, resulta insostenible situar el nacimiento del racismo estatal únicamente en el siglo XX.

Tampoco resiste un análisis la afirmación de que el nazismo representaría el "surgimiento de un Estado absolutamente racista" (Foucault, 1976, 225). Aunque el horror del genocidio judío es indiscutible, algunos historiadores han subrayado que la definición legal de judío en el nazismo nunca alcanzó la rigidez de la "one drop rule" vigente en los estados sureños de Estados Unidos, que bastaba una sola gota de sangre negra para clasificar a alguien como inferior (Fredrickson, 2002, 8 y 134-135). Si miramos a la joven república norteamericana, donde la esclavitud era practicada por presidentes y líderes políticos, el modelo de Estado racial estaba incluso más arraigado que en la Alemania de Hitler. De hecho, el propio ideólogo nazi Alfred Rosenberg invocaba el ejemplo del Sur estadounidense como inspiración para construir el Estado racial alemán.

El silencio sobre el colonialismo tiene consecuencias aún más graves. El racismo, al estar ligado a la dominación colonial y al capitalismo, implica la existencia de una doble legislación: una para los colonizadores y otra para los colonizados. Sin embargo, Foucault omite esta dimensión, limitando su análisis a debates intelectuales internos de Francia y, en ocasiones, de Europa. En lugar de estudiar procesos de racialización ligados a la conquista, la esclavitud y las luchas de los pueblos coloniales, su relato se centra en discusiones como las de Sieyès o Thierry sobre la relación entre francos y galo-romanos. Pero mientras estos autores apelaban a la común humanidad y, en muchos casos, defendían la fusión progresiva de las razas, el auténtico proceso de racialización se aplicaba a los pueblos coloniales, sometidos a la esclavitud y a la deshumanización.

Este encuadre lleva a distorsiones mayores. Foucault llega a interpretar el estalinismo como un régimen presidido por un racismo biológico, situándolo en el mismo plano que el nazismo. Pero esta equiparación pasa por alto diferencias esenciales: Hitler proclamaba la supremacía aria y la expansión colonial, mientras que la Unión Soviética se presentaba como adalid de la lucha contra el colonialismo y el racismo. La teoría tradicional del totalitarismo había establecido ya una comparación entre ambos regímenes, pero siempre marcando una oposición ideológica entre ellos. Foucault, en cambio, los iguala también en el plano ideológico, algo que incluso defensores de la teoría del totalitarismo habrían considerado un exceso.

Los hechos contradicen esta asimilación. Stalin eliminó discriminaciones legales que impedían a los hijos de antiguos privilegiados acceder a la universidad; el sistema soviético, aunque represivo, estaba marcado por una obsesión pedagógica que se expresaba incluso en el gulag, donde se invertían recursos en educación y propaganda política para los prisioneros. No se trataba de un racismo biológico, sino de una lógica político-ideológica distinta. Por eso resulta forzado clasificar al estalinismo como un régimen racial en sentido biológico. Como señala la comparación con episodios como la Noche de San Bartolomé o las guerras de religión, cabe hablar de exclusión ideológica o moral, pero no de racismo biológico.

El contraste con la realidad contemporánea de Foucault en 1976 es aún más llamativo. Mientras dictaba sus cursos en el Collège de France, el régimen de apartheid en Sudáfrica seguía en plena vigencia, y en Israel persistían leyes que prohibían los matrimonios interraciales, comparables a las de Núremberg según Hannah Arendt (1963b, 15-16). Sin embargo, en lugar de denunciar estos sistemas abiertamente racistas, Foucault dirigía su atención hacia la Unión Soviética, país que, con todos sus límites, había jugado un papel decisivo en el apoyo a las luchas anticoloniales y en la denuncia del racismo institucionalizado en el mundo. Así, el olvido del colonialismo y la reducción del análisis a un marco puramente europeo y casi esotérico privaron a su obra de la capacidad de explicar la historia real del racismo y su relación con el capitalismo.

 

8. … y de la biopolítica

 

Michel Foucault es conocido por haber popularizado el concepto de "biopolítica", hasta el punto de que su nombre quedó inseparablemente ligado a esa noción. Según su reconstrucción, esta categoría sirve para comprender buena parte de los horrores del siglo XX. En su interpretación, a partir del siglo XIX aparece una forma inédita de poder: ya no se trata de disciplinar y controlar el cuerpo individual como ocurría en épocas anteriores, sino de gobernar la vida misma de los hombres. El poder, explica Foucault, "se aplica a la vida de los hombres, o mejor: no afecta tanto al hombre-cuerpo cuanto al hombre que vive, al hombre en tanto que ser viviente"; es decir, interviene en procesos vitales globales como el nacimiento, la enfermedad, la producción, la reproducción y la muerte. Con ello, "el poder, en el siglo XIX, toma posesión de la vida", ocupando todo el espacio que va desde lo orgánico hasta lo biológico, desde el cuerpo individual hasta la población como conjunto, con el objetivo de garantizar "la seguridad del conjunto en relación a los peligros internos".

Sin embargo, este giro biopolítico trae consigo una amenaza implícita: al ocuparse del fomento y regulación de la vida, abre también la puerta a que el poder decida sobre la muerte. En este marco surge el racismo de Estado, que, según Foucault, introduce una línea de separación entre "lo que debe vivir y lo que debe morir", transformando la biopolítica en una práctica destructiva. De ahí derivan, sostiene él, las catástrofes conocidas en la Unión Soviética estalinista y en la Alemania nazi.

Ahora bien, en esta genealogía foucaultiana resulta llamativo un gran silencio: el del colonialismo. Tanto el racismo como la biopolítica encuentran en la conquista y en la expansión colonial su verdadero lugar de origen, aunque Foucault no lo destaque. América ofrece un ejemplo temprano y brutal. Con la llegada de los conquistadores, los pueblos originarios eran condenados a trabajos forzados hasta morir. Había abundancia de mano de obra potencialmente esclavizable y algunos colonizadores se esforzaban en aumentar sus riquezas promoviendo la reproducción de ese "ganado humano". Bartolomé de las Casas recogió un testimonio estremecedor: un hombre se jactaba de haber dejado encinta a muchas indígenas para venderlas más caras como "esclavas preñadas", exactamente igual que se hacía con las vacas.

Cuando los indígenas fueron reemplazados por los africanos como fuerza servil, los primeros fueron tratados como una carga destinada a desaparecer, mientras que los segundos debían reproducirse y trabajar indefinidamente como esclavos. En las colonias inglesas de Norteamérica, y más tarde en Estados Unidos, se establecieron dos reglas fundamentales para preservar este sistema. La primera era la prohibición estricta de la "bastardización", es decir, de las relaciones sexuales o matrimoniales entre la raza considerada "superior" y la "inferior". Con ello se erigía una barrera legal y biopolítica que aseguraba la subordinación de los esclavos. La segunda regla consistía en aplicar la pena de muerte, acompañada de tormentos, a los esclavos que transgredieran la primera norma o que mostraran signos de rebeldía. De esta forma se garantizaba la reproducción ordenada y sumisa del sistema esclavista.

En este contexto, la esclavitud se convirtió también en un negocio de reproducción. Thomas R. Dew, influyente ideólogo del Sur estadounidense, afirmaba en 1832 con orgullo que Virginia era un "estado dedicado a la cría de negros", exportando hasta cinco mil esclavos en un año. Otros propietarios se referían a sus esclavos como "excelentes animales de cría". La práctica de fomentar la maternidad precoz entre las esclavas era común: muchas eran madres a los trece o catorce años y a los veinte ya habían dado a luz cinco hijos, lo que aumentaba el capital de los amos. Marx observó esta situación y la describió con claridad: algunos estados habían renunciado a sus exportaciones tradicionales para dedicarse directamente a la "cría de esclavos" como mercancías exportables. Aquí la biopolítica alcanzaba una de sus formas más puras.

Mientras los conquistadores aplicaban una biopolítica privada tolerada por las autoridades, en Estados Unidos el Estado asumía directamente esa función, regulando la vida y la muerte en función de sus intereses. Se imponía una estricta separación entre quienes debían vivir y multiplicarse —los esclavos útiles— y quienes debían morir o ser exterminados —los pueblos indígenas y los esclavos considerados peligrosos para el orden.

A comienzos del siglo XX, John A. Hobson resumía esta lógica colonial con gran franqueza: sobrevivían y se fomentaba la reproducción de las poblaciones que podían ser explotadas provechosamente por los colonizadores, mientras que aquellas consideradas inútiles o rebeldes tendían a desaparecer, es decir, eran eliminadas. En la obra de Foucault no hay huella de este capítulo colonialista de la biopolítica, a pesar de ser uno de los más decisivos.

El silencio no se limita a las colonias. También en las metrópolis capitalistas se fue acumulando una población excedentaria e improductiva, percibida como un peso muerto semejante al de los pueblos indígenas. Benjamin Franklin lo expresaba sin rodeos: "Si entre los designios de la Providencia está el de extirpar a estos salvajes para permitir que se cultive la tierra, me parece que el ron será probablemente el instrumento apropiado". En otra ocasión, afirmaba que muchas vidas salvadas por la medicina eran inútiles o incluso dañinas, porque contravenían los planes de la Providencia. Tanto para los indígenas de América como para los "indios" internos de las ciudades europeas, la biopolítica establecía la misma distinción soberana entre los que merecían vivir y los que debían morir.

Un siglo más tarde, Nietzsche hablaría sin tapujos de la necesidad de la "aniquilación de las razas decadentes" y de "los millones de malogrados". El pensamiento biopolítico impregnaba así la ideología de la sociedad capitalista en todos sus niveles. Algunos intelectuales imaginaron soluciones extremas: Sieyès fantaseaba con cruzar negros con simios para crear una raza de esclavos por naturaleza, mientras que Bentham proponía encerrar a vagabundos y a sus hijos en casas de trabajo, forzándolos a aparearse para crear una "clase indígena" acostumbrada a la disciplina laboral. Este trasfondo ideológico desembocó en la creación de la "eugenesia", concebida en Inglaterra como una ciencia destinada a perfeccionar la población y que en Estados Unidos alcanzó una aplicación masiva, con Nietzsche como uno de sus entusiastas.

Foucault tampoco presta atención a este segundo capítulo, el propiamente capitalista. Y menos aún al tercero, el bélico. El término "biopolítica" fue utilizado por primera vez en 1920 por el suizo Rudolf Kjellén, en el contexto de la conmoción provocada por la Primera Guerra Mundial y del temor a nuevas carnicerías. El clima estaba marcado también por la Revolución de Octubre, que alentaba la insurrección de los colonizados. La fecundidad de los pueblos sometidos, más que garantizar mano de obra barata, empezaba a percibirse como una amenaza, al multiplicar los posibles enemigos de las potencias coloniales. En Europa y Estados Unidos se expandió entonces la alarma por el supuesto "suicidio racial", vinculado al descenso de la natalidad entre los blancos.

Este clima llevó a plantear preguntas inquietantes: ¿merecía la pena destinar recursos a enfermos incurables, que en la próxima guerra solo serían una carga, en lugar de dedicarlos a mejorar la vida de los soldados presentes y futuros? La política se transformaba de manera visible en biopolítica. En Inglaterra, un informe de la Comisión Real sobre los "débiles mentales" advertía que estos ponían en peligro la vitalidad de la nación y amenazaban su destrucción. Churchill difundió este informe y defendió medidas drásticas: esterilización forzada de los "inadaptados" y encierro de los vagabundos en campos de trabajo. Él mismo confesaba que "la mejora de la raza británica es el objetivo político de mi vida".

En definitiva, los tres capítulos —colonial, capitalista y bélico— muestran que la biopolítica se desplegó en contextos históricos concretos, siempre vinculada a la gestión de la vida y de la muerte en función de intereses económicos, sociales y raciales. Pero en la obra de Foucault estos capítulos están ausentes. Al reinventar la noción de biopolítica, la aproxima a la de totalitarismo, equiparando la URSS estalinista con la Alemania nazi e incluso extendiendo la condena al socialismo en general y al Estado de bienestar. En este punto, Foucault se acerca más de lo que parece a pensadores como Hayek, que tachaban de "totalitarios" a los defensores del socialismo en cualquiera de sus formas. Así, bajo la apariencia de radicalidad, Foucault se acomoda a la ideología dominante, y el ejemplo más evidente de ello es su profundo olvido del colonialismo, precisamente el terreno donde la biopolítica mostró de manera más clara y brutal su verdadero rostro.

 

9. De Foucault a Agamben (pasando por Lévinas)

 

Giorgio Agamben ha llegado a ser considerado, al menos en parte, como uno de los pensadores que orbitan en torno al ya debilitado marxismo occidental. En algunas ocasiones se lo asocia con autores como Horkheimer y Adorno, en otras con Alain Badiou, y su nombre aparece incluso en obras colectivas firmadas por figuras destacadas de esa tradición. Sin embargo, lo que aquí interesa no es tanto su pertenencia general a ese universo, sino un aspecto concreto: su contribución a desligar al marxismo occidental de la tradición revolucionaria anticolonial. Para ello resulta clave su introducción al escrito que Emmanuel Lévinas publicó en 1934 bajo el título Algunas reflexiones sobre la filosofía del hitlerismo. Son pocas páginas, pero tratan cuestiones centrales para este debate.

Agamben presenta el texto con palabras solemnes, asegurando que se trata "quizás del único intento logrado de la filosofía del siglo xx de rendir cuentas con el acontecimiento decisivo del siglo: el nazismo". ¿En qué sentido? Lévinas sostiene que el hitlerismo rompe con las bases mismas del liberalismo, de la civilización europea y del espíritu occidental, pues rechaza tanto "la libertad incondicionada del hombre frente al mundo" como la "libertad soberana de la razón". En lugar de esos principios, el nazismo pone en primer plano "lo biológico, con toda la fatalidad que comporta", "la voz misteriosa de la sangre" y la supremacía de la raza. Según Lévinas, esta deriva no comienza con Hitler, sino con Marx. En efecto, afirma que "el marxismo, por primera vez en la historia occidental, discute esta concepción del hombre". Marx, al declarar que "el ser determina la conciencia", rompe la armonía del pensamiento occidental y abre el camino hacia el materialismo biológico que, en última instancia, culmina en el racismo nazi.

 

Conviene detenerse en este punto. Tradicionalmente, Marx ha sido criticado por lo contrario: por haber llevado demasiado lejos la confianza en la razón y en la praxis, intentando fundar, a través de una audaz ingeniería social, un mundo nuevo. Y es cierto que todos los grandes movimientos revolucionarios han tendido a subestimar la resistencia de las estructuras sociales y a sobrevalorar la acción práctica. Por eso Gramsci, al escribir en prisión bajo la censura fascista, recurrió al término "filosofía de la praxis" como sinónimo de marxismo, en lugar de hablar de una filosofía del ser. Pero el intento de Lévinas de vincular el materialismo histórico con el racismo biológico carece de sustento. Para demostrarlo basta examinar la formulación original de Marx: en Para una crítica de la economía política leemos que "la conciencia de los hombres no determina su ser, sino al contrario, es su ser social el que determina su conciencia". Aquí, el "ser" no es la sangre ni la naturaleza biológica, sino la historia, es decir, las relaciones sociales creadas por los seres humanos a través del trabajo. Confundir este concepto con el culto a lo biológico propio del racismo es un contrasentido.

Ya a finales del siglo XIX, Émile Durkheim había refutado esta confusión. El sociólogo diferenciaba claramente entre el materialismo histórico y lo que llamaba "darwinismo social", es decir, la aplicación directa de las leyes de la zoología a las instituciones humanas. Marx, por el contrario, buscaba el motor del cambio histórico en el mundo artificial construido por la acción colectiva de los hombres, en sus formas de vida y en su actividad productiva. Por eso no reducía la sociedad al hambre, a la sed o al instinto genético, sino que la entendía como una obra histórica. Así, Durkheim coincidía de manera sorprendente con el materialismo histórico, aunque aclaraba que había llegado a esa conclusión antes de conocer a Marx. Si seguimos el razonamiento de Lévinas, este sociólogo francés —de origen judío y representante de la Tercera República— también habría sido un precursor del nazismo, lo cual muestra lo absurdo de la acusación.

El error de fondo consiste en sostener que, por haber subrayado la importancia de las necesidades materiales, Marx habría abierto la puerta a un materialismo biológico y racial. De hecho, Hegel ya había dedicado en su Filosofía del derecho un apartado al "sistema de las necesidades", en diálogo con la economía política de Smith, Say y Ricardo. Si seguimos a Lévinas y a Agamben, estos autores clásicos del pensamiento occidental también quedarían bajo sospecha como precursores del Tercer Reich, lo que resulta evidentemente insostenible. En realidad, las observaciones de ambos filósofos se apoyan en un marco histórico imaginario. Porque en la Europa de los años veinte y treinta, cuando se intensificaba la campaña contra el marxismo y el bolchevismo, la apelación a la biología estaba presente precisamente en el discurso de sus adversarios. Se decía que el bolchevismo era un crimen contra los "valores biológicos superiores", que representaba una "batalla a muerte entre biología y bolchevismo" y que atentaba contra la "verdad eugenésica" al negarse a eliminar a los "malogrados". Estos argumentos no provenían del marxismo, sino de ideólogos conservadores y racistas, algunos de ellos celebrados en Estados Unidos y más tarde acogidos por Hitler.

De hecho, el régimen de supremacía blanca vigente en el sur de los Estados Unidos ejercía una gran fascinación sobre el nazismo. Uno de sus principales ideólogos llegó a describir a la república norteamericana como un "espléndido país del futuro", pues había formulado la idea de un "Estado racial", que Alemania se proponía ahora llevar a cabo con renovado vigor, no solo contra negros y asiáticos, sino también contra los judíos. Resulta, entonces, absurdo contraponer el liberalismo occidental, como si fuese ajeno a toda biología racial, frente a un supuesto marxismo-biologismo que conduciría al nazismo. El verdadero hilo de continuidad pasa, en cambio, por la tradición colonialista y racista del propio Occidente, un aspecto que tanto Lévinas como Agamben prefieren ignorar.

Además, la imagen del Tercer Reich que construyen ambos filósofos resulta superficial, casi hollywoodiense: un régimen de bárbaros incapaces de invocar nada más que la sangre, la raza y la fuerza bruta. Pero la realidad fue mucho más compleja. El nazismo contó con el apoyo de intelectuales como Heidegger o Carl Schmitt, y el propio Hitler cultivaba desde joven aspiraciones artísticas, valorando en los dirigentes políticos la sensibilidad estética. El régimen no dejaba de apelar a la moral kantiana, al "imperativo categórico", al sentido de la responsabilidad y al cultivo del alma, aunque siempre excluyendo a los pueblos coloniales de esa comunidad moral. Por ello, la esclavización de "razas serviles" y la eliminación de agitadores judeo-bolcheviques podía convivir sin contradicción, en su lógica, con el elogio de los valores espirituales de Occidente.

Para comprender el nazismo es necesario, pues, partir de la continuidad y radicalización de la tradición colonialista europea y de su racismo intrínseco, precisamente lo que Lévinas y Agamben silencian. Y, sin embargo, su intervención introduce una novedad: si hasta entonces la teoría del totalitarismo y de la biopolítica había equiparado el Tercer Reich y la Unión Soviética sin responsabilizar directamente a Marx, ahora se da un paso más. Se señala al propio Marx como el punto de partida de la deriva que desembocaría en el nazismo, en su afán de construir un imperio colonial en Europa oriental y de afirmar la supremacía de la raza aria. Así, el filósofo que denunció con fuerza la esclavitud y el colonialismo aparece convertido en culpable indirecto de aquello mismo que combatió.

Mientras tanto, el mundo liberal queda presentado como inmaculado, pese a haber participado durante siglos en el sistema esclavista y colonial. Incluso en pleno siglo XX, el régimen racista del sur de Estados Unidos seguía inspirando admiración al nazismo. De este modo, el desconocimiento de la historia real se combina con una exaltación acrítica de Europa y Occidente, como si fuesen ajenos al fenómeno nazi, cuando en realidad ese régimen fue una expresión radicalizada de su propia tradición colonial.

 

10. Negri, Hardt y la celebración exotérica del Imperio

 

La llamada historia esotérica del racismo y de la biopolítica funciona, en gran medida, como una defensa encubierta del Occidente liberal. En ese marco, el papel central que tuvieron Europa y Estados Unidos en la expansión colonial y en la producción del racismo asociado a ella queda silenciado, minimizado o presentado de manera atenuada. Sin embargo, con la obra de Negri y Hardt se produce un giro: ya no se trata de una apología velada, sino de una defensa abierta y explícita, casi entusiasta, de la tradición estadounidense frente a la europea.

Podría parecer, de entrada, que esta acusación es excesiva o meramente polémica. Para probar que no lo es, basta con realizar un experimento mental sencillo: comparar dos pasajes de autores muy distintos que, pese a sus diferencias, comparten el mismo gesto apologético hacia los Estados Unidos en contraposición a Europa.

El primero de ellos ensalza la "experiencia americana", subrayando "la diferencia entre una nación concebida en libertad y consagrada al principio según el cual todos los hombres fueron creados iguales, y las naciones del viejo continente, que sin duda no fueron concebidas en libertad". El segundo, escrito en un tono más lírico, sostiene que la democracia norteamericana fue una democracia "fundada en el éxodo, en valores afirmativos y no dialécticos, en el pluralismo y la libertad", y que estos valores —junto con la noción de la frontera— habrían alimentado constantemente la expansión de ese proyecto democrático más allá de los límites de la nación, la etnia o la religión. El texto recuerda además que Hannah Arendt veía en la Revolución americana una empresa superior a la francesa, puesto que consistía en "una búsqueda sin fin de la libertad política", mientras que la Revolución francesa quedaba atrapada en las luchas por la escasez y la desigualdad.

Ambos fragmentos ocultan lo mismo: la suerte trágica de los pueblos indígenas, la esclavización de los africanos, la doctrina Monroe, la anexión de Filipinas y la violenta represión de su movimiento independentista, que tuvo en ocasiones rasgos genocidas. Pero si el primero corresponde a Leo Strauss, referente del neoconservadurismo estadounidense, el segundo pertenece a Hardt y Negri, autores situados en las antípodas ideológicas. La conclusión del experimento es clara: las diferencias retóricas apenas disimulan una coincidencia sustancial en la exaltación de Estados Unidos como encarnación privilegiada de la libertad.

Ahora bien, si nos preguntamos qué significó realmente la independencia de las colonias inglesas en América, el panorama cambia. Para Samuel Huntington, "La Revolución americana no fue una revolución social, como la francesa, la rusa, la china, la mexicana o la cubana, fue una guerra de independencia". Y no una guerra de pueblos autóctonos contra potencias coloniales extranjeras, como en Indonesia, Vietnam o Argelia, sino una revuelta de colonos contra la metrópoli de la que provenían. En este sentido, se asemeja más a la sublevación de los colonos franceses de Argelia contra la República francesa, o a la rebelión de los colonos de Rodesia frente al Reino Unido, que a las revoluciones emancipatorias. De hecho, para los pueblos indígenas y afrodescendientes, la fundación de Estados Unidos se asemeja más a una contrarrevolución que a una revolución, aunque semejante diagnóstico resulte inaceptable para Hardt y Negri.

Otros académicos estadounidenses han descrito su historia nacional como la de una Herrenvolk democracy, es decir, una democracia reservada para el "pueblo de los señores", que convive con la esclavización de los negros y la aniquilación de los pueblos originarios. "Solamente en los Estados Unidos se estableció un vínculo estable y directo entre la propiedad de esclavos y el poder político. Solo en los Estados Unidos los propietarios de esclavos desempeñaron un papel central en la fundación de una nación y en la creación de instituciones representativas" (Davis, 1969, 33). Frente a este análisis, Hardt y Negri sostienen con tono melancólico que la "democracia americana" rompía con la trascendencia autoritaria del poder europeo y representaba "la mayor invención de la política moderna", "la afirmación de la libertad".

Las investigaciones históricas más recientes, y en absoluto marcadas por prejuicios antiestadounidenses, llegan a conclusiones opuestas. Eric Romano, por ejemplo, señala que "desde el primer día de su existencia los Estados Unidos son una potencia imperial" (2014, 7), mientras que Ferguson subraya que "jamás ha habido imperialistas más seguros de sí mismos que los Padres Fundadores" (2004, 33-34). Hardt y Negri, en cambio, reservan la categoría de imperialismo para Europa: "El imperialismo constituía una verdadera proyección de la soberanía de los Estados-nación europeos más allá de sus fronteras. Al final, casi todos los territorios del globo quedaron repartidos y parcelados, y el mapamundi quedó codificado según los colores europeos" (Hardt y Negri, 2000, 14).

Un ejemplo revelador de esta indulgencia con Estados Unidos aparece en su interpretación del presidente Woodrow Wilson. La historiografía suele hablar del "nacionalismo wilsoniano" para describir la política exterior de un mandatario que multiplicó las intervenciones militares en América Latina amparándose en la doctrina Monroe, y que reforzó abiertamente la supremacía blanca en el plano interno e internacional. Sin embargo, para Hardt y Negri, Wilson aparece como un defensor de la "ideología pacifista internacionalista", alejada de cualquier impulso imperialista europeo.

La contradicción es flagrante: se exime a Estados Unidos de los mismos crímenes de los que se acusa a Europa. La crítica de Hardt y Negri a la soberanía estatal nunca apunta contra un país que se arroga para sí una soberanía prácticamente ilimitada, que se atribuye el derecho de intervenir en cualquier lugar del planeta, con o sin el respaldo de Naciones Unidas. Lejos de constituir una alternativa al militarismo europeo, Estados Unidos se presenta —como advirtió Sartre en 1967— como un "monstruo supereuropeo", es decir, como la culminación, y no la negación, de la lógica imperial de Occidente.

En suma, la narrativa de Hardt y Negri, bajo su apariencia radical, acaba repitiendo viejos tópicos apologéticos sobre la democracia estadounidense y su excepcionalismo. Al callar frente a la historia real del racismo, la esclavitud y el colonialismo que marcan desde el inicio a la república norteamericana, terminan reforzando la misma visión idealizada que comparten los pensadores más conservadores.

 

CAPÍTULO V. ¿RECUPERACIÓN O ÚLTIMOS COLETAZOS  DEL MARXISMO OCCIDENTAL?

 

1 & 2. Žižek y su anti-anti-imperialismo: el envilecimiento de la revolución anticolonial

y la demonización de Mao

 

El panorama ideológico contemporáneo no es el mismo que el que dominaba hacia 1989 y en los años inmediatamente posteriores. En aquel entonces, el discurso sobre la muerte de Marx se había instalado casi como una verdad indiscutible, asumida como sentido común. Se trataba de un fallecimiento simbólico que nadie parecía lamentar. Sin embargo, con el paso de los años, esa certeza comenzó a resquebrajarse: hoy en día resulta evidente que el interés por la obra y la figura del pensador alemán no solo ha regresado, sino que además va en aumento. Numerosos autores que recurren, de una manera u otra, a su legado, gozan en ciertos contextos de un prestigio considerable e incluso de gran popularidad. Surge, entonces, una pregunta: ¿es correcto hablar de una recuperación del llamado marxismo occidental?

En este marco, uno de los exponentes más célebres de lo que se presenta bajo la etiqueta —quizá excesiva— de "marxismo occidental libertario", Slavoj Žižek, señaló el año 2011 como "el año del despertar de la política radical de emancipación en todo el mundo" (Žižek, 2009a, 255; 2012, 163). No obstante, él mismo se apresuró a advertir que ese entusiasmo pronto daría paso a una inevitable decepción. Si dejamos a un lado lo ocurrido después, y nos concentramos en ese año señalado con tanto optimismo, veremos que, en efecto, 2011 fue un período en que nuevos movimientos de protesta —como "Occupy Wall Street" en Estados Unidos o los "Indignados" en España— parecían multiplicarse y extenderse como una mancha de aceite. Sin embargo, ese mismo año, la OTAN lanzaba una guerra devastadora contra Libia, la cual dejó decenas de miles de muertos y culminó con el linchamiento de Muamar Gadafi. Algunos de los más reconocidos periódicos occidentales reconocieron sin rodeos el carácter neocolonial de la intervención. Aun así, la entonces secretaria de Estado estadounidense, Hillary Clinton, reaccionó con una frase tan cínica como reveladora: "¡Vinimos, vimos y murió!" (We came, we saw, he died!). La exclamación de júbilo, que celebraba lo que muchos calificaban como un crimen de guerra, resultó tan perturbadora que incluso un periodista de Fox News —un medio poco dado a cuestionar el intervencionismo— expresó sus reparos morales.

Lo más significativo es que aquella operación neocolonial no encontró una oposición relevante en el campo del marxismo occidental. Más aún: en Italia, al menos una figura de peso en esa tradición intelectual llegó incluso a legitimar la intervención. Así pues, el mismo año que Žižek saludaba como el del "despertar emancipador", coincidía con una demostración palmaria de silencios cómplices y de apoyos explícitos a la violencia colonial.

También en 2011, en Israel, cientos de miles de personas —bautizados igualmente como "indignados"— salían a protestar contra el costo de la vida y los alquileres prohibitivos. Sin embargo, aquellas protestas estaban cuidadosamente desprovistas de toda referencia crítica a la colonización permanente de los territorios palestinos. Su "indignación" se centraba únicamente en los problemas económicos de los sectores judíos más golpeados, pero ignoraba la tragedia que sufría el pueblo palestino, sometido a ocupación militar, despojo territorial y violencia cotidiana. En palabras de un profesor de la Universidad Hebrea de Jerusalén, Israel, al menos en lo que respecta a los territorios ocupados, era una "etnocracia", en esencia un Estado de carácter racial. Esa etnocracia se sostenía en una política sistemática de limpieza étnica gradual: se expropiaban tierras por la fuerza, se respondía con dureza a toda protesta —encarcelando, reprimiendo o incluso matando manifestantes— y se aplicaba una estrategia deliberada de hacer la vida de los palestinos "lo más miserable posible […], con la esperanza de que desaparezcan". Para el académico, aquello evocaba "tenebrosos precedentes históricos del pasado siglo" (Shulman, 2012).

Pese a ello, los indignados israelíes, que jamás se enfrentaron a la realidad colonial de su país, fueron elogiados por Michael Hardt y Antonio Negri como precursores de una sociedad nueva "basada en relaciones comunitarias" (Hardt y Negri, 2012, 66). La contradicción es evidente: ¿debemos ver en 2011 "el año del despertar de la política radical de emancipación" (como afirma Žižek), o el del surgimiento de comunidades alternativas (según Hardt y Negri), o más bien un año marcado por la indiferencia —e incluso la complicidad— ante desmanes coloniales y neocoloniales? La conclusión parece clara: al elaborar sus balances dejando completamente de lado el destino de los pueblos colonizados, Žižek, Hardt y Negri reproducen y amplían el mismo límite que arrastraba históricamente el marxismo occidental. Por eso, el enorme éxito actual de Žižek puede interpretarse no tanto como un despertar, sino como el último y brillante coletazo de esa corriente.

Ese olvido de la cuestión colonial está en la base misma de la reflexión de Žižek. En su visión, el mundo actual está íntegramente dominado por el capitalismo; distinguir entre viejas potencias colonialistas e imperialistas y países que, recién liberados, buscan una independencia económica y política real carece de sentido. Para él, hablar de "Tercer Mundo" es tan inútil como hablar de antiimperialismo: la lucha principal no es entre Estados ni entre pueblos coloniales y colonizadores, sino únicamente dentro del marco abstracto de "capitalismo en cuanto tal". De ahí que ironice contra quienes, invocando ideologías revolucionarias, todavía ondean la bandera del antiimperialismo, pues en su opinión deforman la crítica marxiana al reducirla a una "crítica del "imperialismo"", olvidando lo esencial: las relaciones capitalistas de producción (Žižek, 2007, 2 y 5 [trad. esp., 7 y 11]).

Una vez descartadas categorías como Tercer Mundo o imperialismo, Žižek solo admite una diferencia significativa: aquella que separa el "capitalismo autoritario" del no autoritario. En el primer grupo incluye a China, Vietnam, Cuba y a numerosos países latinoamericanos, caracterizados por él como practicantes de un "capitalismo populista" con rasgos caudillistas y autoritarios (Žižek, 2009a, 450). En la práctica, esto significa reproducir la misma distinción entre Occidente y Tercer Mundo que él mismo dice rechazar, pero ahora invertida: el Occidente capitalista aparece como modelo al que deberían aproximarse los países periféricos. Así, la visión del filósofo esloveno coincide con la autocomprensión de las élites de Europa y Estados Unidos.

Esa coincidencia no es, por sí sola, una refutación. Pero Žižek se contradice cuando cita la orden que Henry Kissinger dio a la CIA en los tiempos de Allende —"Haced que la economía chille de dolor"— y reconoce que la misma estrategia fue empleada contra la Venezuela de Chávez (Losurdo, 2013, cap. 11, § 7). Lo que evita plantearse es la pregunta obvia: ¿por qué Venezuela debería ser considerada más "autoritaria" que el país que intenta desestabilizarla y someterla? La omisión es reveladora, pues muestra la arbitrariedad de su esquema. En definitiva, el filósofo aplica la misma lógica que en su momento Bill Clinton, cuando en su primer discurso presidencial presentó a Estados Unidos como la democracia más antigua del mundo, sin mencionar la esclavitud de los negros ni el exterminio de los nativos.

Más en general, resulta extraño que una crítica al capitalismo omita precisamente los aspectos más brutales del sistema, aquellos que, como señaló Marx, se manifestaron con mayor crudeza en las colonias. Una crítica al trabajo asalariado que ignore el trabajo forzado sería incompleta; y sin embargo, gran parte de la historia del trabajo forzado está ligada a la opresión colonial. Del mismo modo, una crítica al autoritarismo que no considere el que ejercen las grandes potencias contra pueblos enteros, mediante bombardeos, embargos o ocupaciones militares, pierde gran parte de su seriedad.

El desinterés de Žižek por la lucha entre colonialismo y anticolonialismo se advierte también en su lectura de la historia. Sobre la revolución de esclavos en Haití afirma que, tras la muerte de Dessalines en 1806, el país experimentó una "regresión a una nueva forma de dominación jerárquica" (Žižek, 2009b, 159). Esto puede ser cierto en el plano interno, pero ignora su papel internacional: el Haití de Pétion apoyó a Bolívar a cambio de la liberación inmediata de los esclavos, mientras que la "democrática" república norteamericana sostenía con tenacidad la esclavitud e intentaba, con bloqueos y embargos, rendir por hambre a la isla. Según el esquema de Žižek, Haití representaría el "capitalismo autoritario" y Estados Unidos el "capitalismo democrático", una clasificación que distorsiona tanto el pasado como el presente.

Su juicio sobre la Unión Soviética posterior a Lenin es igualmente unilateral. En un pasaje provocador llega a escribir: "Heidegger se equivoca cuando reduce el Holocausto a la producción industrial de cadáveres; quien tal hizo fue el comunismo estalinista, no el nazismo" (Žižek, 2007, 10 [trad. esp., 19]). Dejando de lado el efectismo de la frase, lo cierto es que eminentes historiadores han caracterizado la invasión nazi del Este como la mayor guerra colonial de todos los tiempos. Y fue precisamente el Estado soviético el que frustró el plan hitleriano de convertir Europa oriental en unas "Indias germanas", con lo que dio un golpe decisivo al sistema colonial mundial.

La postura de Žižek se vuelve aún más reveladora frente a China. Sobre el Gran Salto Adelante sostiene, con ligereza, que se trató de la "despiadada decisión de Mao de hacer morir de hambre a decenas de millones de personas a finales de los años cincuenta" (Žižek, 2008, 169). Esa acusación coincide con campañas destinadas a demonizar tanto al dirigente como a la propia República Popular, nacida de la mayor revolución anticolonial de la historia. Sin embargo, incluso críticos implacables del comunismo reconocen que aquello fue una tragedia no intencionada. El Libro negro del comunismo señala que "el propósito de Mao no era asesinar en masa a sus compatriotas" (Margolin, 1997, 456). Políticos occidentales como Helmut Schmidt o Henry Kissinger, aunque reconocen la magnitud del desastre, insisten en que se trató de un intento fallido de acelerar el desarrollo industrial y agrícola, con la esperanza de alcanzar a Occidente.

Lo que esas interpretaciones, incluso las más serias, suelen omitir es el contexto colonial. Desde su fundación, la República Popular enfrentó el aislamiento internacional, el cerco militar y la guerra económica impulsada por Estados Unidos. Documentos de la administración Truman aspiraban abiertamente a conducir a China al "colapso". Mao, en ese escenario, buscó mediante una movilización masiva escapar de la dependencia semicolonial y superar la miseria heredada de las guerras y del dominio extranjero. Su impaciencia y su inexperiencia en la gestión económica urbana condujeron al desastre, pero el hecho de que un alto funcionario estadounidense como Walt W. Rostow se jactara de haber retrasado "por décadas" el desarrollo chino indica que la catástrofe no puede interpretarse como simple locura homicida de un dirigente.

En definitiva, figuras como Margolin, Schmidt o Kissinger, aun reconociendo la tragedia, no llegan a situarla en el marco de la larga lucha entre colonialismo y anticolonialismo. Žižek, en cambio, va más allá: ignora deliberadamente ese contexto y atribuye el desastre exclusivamente a la voluntad criminal de Mao, reproduciendo así el discurso hegemónico de Occidente sobre sus adversarios.

 

5. "Transformación del poder en amor", "teoría crítica", "grupo en fusión", renuncia al poder

 

La distancia que el marxismo occidental estableció con respecto a las revoluciones anticoloniales no se limitó a un descuido teórico, sino que se tradujo incluso en una negativa a asumir los problemas concretos que se presentaban cuando esos movimientos alcanzaban el poder. En este sentido, resulta evidente el contraste entre lo que podría llamarse marxismo occidental y marxismo oriental. Mientras el primero, acostumbrado a desempeñar el papel de oposición y de crítica, y en gran medida influenciado por un trasfondo mesiánico, tendía a mirar con sospecha o incluso con abierta reprobación toda forma de poder, el segundo estaba obligado a enfrentarse con la gestión del Estado una vez obtenida la victoria.

Las críticas de Ernst Bloch se dirigían precisamente al poder en cuanto tal. Para él, en sí, el poder, la dominación, son malvados, pero hay que oponerles una potencia equivalente, casi un imperativo categórico a punta de pistola, cuando y hasta que no sea posible eliminarlos de otro modo, cuando y mientras lo diabólico siga oponiéndose violentamente al amuleto de la pureza (todavía por descubrir); solo entonces será posible liberarse claramente de la dominación, del "poder", incluido el del bien; será posible librarse de la mentira, la venganza y su justicia (Bloch, 21932, 318).

Si bien en algún momento el joven filósofo alemán aceptaba la necesidad de gestionar el poder, aunque fuese solo de manera transitoria, lo cierto es que otros pensadores y corrientes se alejaban de esa posibilidad, desconcertados y asustados ante la perspectiva de ejercerlo.

Después de la Revolución de Octubre, quienes defendían su legitimidad histórica señalaban que los bolcheviques no podían renunciar al poder conquistado en medio de la guerra, ya que eso equivaldría a prolongar un derramamiento de sangre absurdo. Sin embargo, ese razonamiento no impresionaba al sector mayoritario del Partido Socialista Italiano, que sostenía que Lenin "debía rechazar enérgicamente el poder" (Turati, 1919a, 333). Para Filippo Turati y sus seguidores, era absurdo siquiera plantearse en Italia la conquista del poder. En sus propias palabras: "Quienes deben acabar con la guerra son los mismos que la han querido. Nosotros debemos aprovechar sus miserias para nuestra crítica, para nuestra propaganda y nuestra preparación" (Turati, 1919b, 347).

Esta tendencia a identificar el papel del partido y del movimiento socialista con la simple "crítica", en lugar de concebirlo como lucha directa por transformar la realidad político-social mediante la conquista del poder, resulta muy reveladora. De hecho, la noción de "crítica" acabaría transformándose en la palabra clave de la "teoría crítica", corriente que halló una formulación paradigmática en la célebre frase inicial de la Dialéctica negativa de Adorno:

La filosofía, que en cierta ocasión pareció superada, sigue viva, en la medida en que se ha marrado el momento de su realización. El juicio sumario en virtud del cual se habría limitado a interpretar el mundo y se habría quedado manca a fuerza de resignarse ante la realidad no es sino derrotismo de la razón, tras fracasar la transformación del mundo […] La praxis, pospuesta sine die, ya no es la instancia a la que apelar contra la especulación autosatisfecha, sino a lo más el pretexto del que se sirven los ejecutores para ahogar, como vano, el pensamiento crítico, necesario para una praxis que transforme el mundo (Adorno, 1966, 3 [trad. esp., 15]).

Sin embargo, mientras Adorno hablaba del "fracaso de la transformación del mundo" y del hecho de que la filosofía no habría alcanzado su "realización", lo cierto es que en aquellas décadas estaba teniendo lugar un proceso revolucionario sin precedentes: la oleada anticolonial y el desmantelamiento del sistema colonial-esclavista global, que había convertido a gran parte de la humanidad en objeto de explotación y negación de su condición universal. Para Adorno, ese proceso no parecía contar, simplemente porque no implicaba un cuestionamiento del poder en abstracto, sino la construcción de nuevas formas de Estado y de soberanía.

Jean-Paul Sartre, aunque muy diferente de Adorno, comparte con él un cierto escepticismo. Es un apasionado defensor de la acción, la praxis y el compromiso político, pero en su Crítica de la razón dialéctica subraya con insistencia que el "grupo en fusión" revolucionario tiende, tarde o temprano, a degenerar en una estructura "práctico-inerte", inevitablemente jerárquica y autoritaria. Para Sartre, el único momento verdaderamente "mágico" es el inicial, aquel en que un pueblo se levanta contra un poder intolerable y lo derriba. Una vez consolidado ese nuevo poder y cuando comienza la construcción del orden político posterior, se instala el desencanto, porque el poder corrompe.

Esta forma de pensar —según la cual el poder es, en sí mismo, una contaminación inevitable— se repite, con matices, en distintos autores del marxismo occidental. Uno de ellos, Mario Tronti, al reconstruir su trayectoria, admitía sin reparos: "nunca me interesó el Tercer Mundo". Por el contrario, lo que lo satisfacía era que "los obreros del siglo XX hubiesen roto la continuidad de la gloriosa y larga historia de las clases subalternas, con sus desesperadas revueltas, sus herejías milenaristas, sus generosos y recurrentes intentos de romper las cadenas, dolorosamente reprimidos en cada ocasión" (Tronti, 2009, 58). Para él, esas derrotas no eran solo fracasos, sino pruebas de la nobleza y de la grandeza de un proyecto revolucionario que, precisamente porque se negaba a contaminarse con la gestión del poder, conservaba su pureza.

La misma idea se reitera en autores más recientes. Michael Hardt y Antonio Negri escribieron en Imperio: "Desde la India a Argelia, desde Cuba a Vietnam, el Estado es el regalo envenenado de la liberación nacional". Según ellos, los palestinos cuentan con la simpatía del marxismo occidental mientras resisten, pero "desde el momento en que se institucionalicen, no se podrá estar a su lado". En efecto, "desde el momento en que la nación comienza a formarse y se erige en Estado soberano, sus funciones progresistas se reducen" (Hardt y Negri, 2000, 133 y 112). En otras palabras, pueblos como el chino, el vietnamita o el palestino solo son dignos de apoyo mientras están sometidos, humillados y despojados de poder. Una vez alcanzada la independencia o el reconocimiento estatal, pierden automáticamente su carácter emancipador.

De este modo, algunos exponentes del marxismo occidental terminan por simpatizar solo con movimientos revolucionarios derrotados o inconclusos, porque la derrota los mantiene libres de la supuesta "contaminación" del poder constituido. La culminación de esta línea de pensamiento puede encontrarse en un libro cuyo título mismo es una declaración programática: Cambiar el mundo sin tomar el poder (Holloway, 2002). Allí se propone explícitamente renunciar a la conquista del poder, centrándose en la crítica del orden existente y evitando las responsabilidades, compromisos y contradicciones que acarrea toda experiencia de gobierno.

A primera vista, esa postura puede parecer noble y elevada. Sin embargo, al observarla a la luz de las luchas históricas de emancipación, adquiere un tinte problemático. ¿Qué pensar entonces de las grandes batallas de los pueblos coloniales, de las clases subalternas o de las mujeres que se organizaron para terminar con las tres formas más duras de exclusión política —la racial, la censitaria y la sexual—, todas ellas encaminadas a conquistar el derecho a participar en los órganos de poder? Presentadas bajo esta nueva óptica, esas luchas parecen empequeñecerse, como si su objetivo de acceder a las instituciones políticas fuera una mera distracción indigna frente a la pureza de una crítica sin compromisos.

Particularmente, las luchas anticoloniales aparecen en esta perspectiva como si fueran luchas mezquinas, pues se orientaron directamente a la conquista del poder. Y lo mismo ocurre con los esfuerzos contemporáneos por ampliar la democracia en Occidente. Hoy en día, muchos críticos señalan —y no todos provienen de la izquierda— que las democracias occidentales se han transformado en auténticas plutocracias, donde las grandes fortunas y los poderes financieros manipulan los sistemas electorales con todo tipo de artimañas, haciendo extremadamente difícil, cuando no imposible, que las clases populares accedan a cargos representativos o a posiciones decisivas. Sin embargo, para quienes sostienen que lo central es "cambiar el mundo sin tomar el poder", esta denuncia resulta irrelevante.

La misma lógica se extiende al terreno internacional. Ya Winston Churchill sostenía en su época: "El gobierno del mundo debe ponerse en manos de las naciones satisfechas, que no desean para sí mismas nada más que lo que ya tienen. Si el gobierno mundial quedase en manos de naciones hambrientas, viviríamos en una situación de permanente peligro" (en Chomsky, 1991, ix; trad. esp., vii). En la práctica, quienes deciden en organismos como el Banco Mundial o el Fondo Monetario Internacional son precisamente esas "naciones satisfechas", que ayer fueron potencias coloniales y hoy se presentan como guardianas del orden global. Desde esas instancias intentan marginar a las Naciones Unidas y reservarse para sí mismas —Occidente en particular— la facultad de desencadenar guerras en cualquier lugar del planeta, aun sin el aval del Consejo de Seguridad.

Así, la consigna de cambiar el mundo sin tomar el poder termina coincidiendo con una renuncia a la política misma. En cierto modo, equivale a adoptar la lógica de las religiones. Después de la derrota de la revolución nacional judía frente al imperio romano, Jesús proclamó: "Mi reino no es de este mundo". La renuncia actual de un sector del marxismo occidental recuerda esa misma abdicación: el abandono del terreno político y la huida hacia un horizonte de pureza que, en última instancia, se asemeja más a una fe religiosa que a un proyecto de transformación social.

 

6. La lucha contra la "frase", de Robespierre a Lenin

 

La desconfianza hacia el poder político, concebido como un ámbito inevitable de sospecha y de riesgo moral, nunca fue una actitud exclusiva de Occidente. En Rusia, después de la Revolución de Octubre, los opositores al marxismo acusaban a los bolcheviques de incapacidad para gobernar, de carecer de auténticas competencias administrativas y de adoptar una actitud evasiva frente a la responsabilidad que implicaba ejercer el poder. Lenin, consciente de estas críticas y decidido a convencer a sus propios camaradas de que debían superar las dudas que aún mantenían, reprodujo en un artículo la caricatura con que los adversarios describían a los bolcheviques:
“Pese a su jactancia, sus baladronadas y su afectada arrogancia, los bolcheviques —a excepción de algún fanático— solo son audaces de boquilla. Por iniciativa propia, jamás osarían tomar ‘todo el poder’. Desorganizadores y destructores par excellence, en el fondo son unos seres indignos, que sienten perfectamente en la profundidad de su ánimo la propia ignorancia y el carácter efímero de sus éxitos actuales […] Irresponsables por naturaleza, anárquicos en sus métodos y procedimientos, solo se los puede entender como una de las tendencias del pensamiento político, o mejor dicho, como una de sus aberraciones” (ol, xxvi, 77).

Aunque hoy esta descripción parezca grotesca, en su momento se inscribía en una tradición bien asentada. Durante siglos, tanto conservadores como liberales habían sostenido que los intelectuales revolucionarios vivían en un mundo de “abstracción”, separado de la experiencia concreta del poder. Desde ese punto de vista, quienes proponían utopías o transformaciones radicales no podían ser más que escritores o pensadores sin práctica real de gestión, ni siquiera de una propiedad privada significativa. Eran, como los llamaba Burke, “mendigos de la pluma”, que vivían de sus ideas y, en consecuencia, resultaban incapaces de gobernar un Estado. Esta crítica estaba impregnada de prejuicios de clase, pero no dejaba de señalar una debilidad: muchos revolucionarios carecían de experiencia directa en el ejercicio del poder.

La comparación con las revoluciones liberales de los siglos XVIII y XIX muestra con claridad esa diferencia. En la Revolución americana, los grandes propietarios de esclavos fueron actores centrales tanto en la independencia como en la construcción de la república. No solo poseían esclavos como forma de propiedad privada, sino que ejercían sobre ellos funciones ejecutivas, legislativas y judiciales que los habituaban al mando y que luego trasladaron al gobierno político. En Inglaterra, el parlamento estaba dominado por grandes terratenientes, muchos de los cuales, en particular dentro de la gentry, actuaban como jueces de paz y ejercían formas de autoridad local que los preparaban para asumir responsabilidades estatales. En ambos casos, el ascenso de nuevas élites se apoyaba en una experiencia práctica de poder.

El panorama cambió radicalmente con la Revolución francesa, sobre todo en su fase jacobina, y con la Revolución de Octubre. Quienes decretaron la abolición de la esclavitud en 1794 no fueron los dueños de esclavos, sino intelectuales “abstractos”, alejados de los cálculos de quienes habían convertido a seres humanos en propiedad. De modo semejante, en 1917 quienes alentaron a los pueblos colonizados a levantarse contra sus cadenas no fueron los beneficiarios del colonialismo, sino de nuevo intelectuales “utópicos”, desligados de los intereses imperiales. Esa independencia era un mérito, pero implicaba también limitaciones.

Robespierre lo señaló con firmeza al advertir contra la ilusión de que la revolución podía extenderse por toda Europa solo desde la tribuna, mediante discursos “sublimes” y recursos retóricos. Algo parecido ocurrió en Rusia, cuando una parte de los bolcheviques rechazaba la humillante Paz de Brest-Litovsk —que significaba la pérdida de vastos territorios frente a Alemania— y defendía en su lugar una “guerra revolucionaria” europea que, en teoría, resolvería todo. Lenin respondió con ironía mordaz: no era posible enfrentar a un enemigo inmensamente poderoso con “magníficos lemas, atractivos, embriagadores, y sin ningún fundamento que los sustente”; resultaba inútil “dejarse acunar por palabras, declamaciones y juramentos”; lo necesario era “mirar de frente a la verdad” y analizar concretamente las relaciones de fuerza, algo que los “héroes de la frase revolucionaria” despreciaban, ya que la “frase revolucionaria” solo expresaba “sentimientos, deseos, cólera, indignación” (ol, xxvii, 9-11).

La disputa se agudizó con quienes sostenían que “en interés de la revolución internacional” era legítimo “perder el poder soviético, que se ha vuelto puramente formal”. Lenin calificó tales afirmaciones como “palabras extrañas y monstruosas” (ol, xxvii, 54-55), porque veía en ellas la vieja inclinación de ciertos intelectuales a despreciar el poder y a refugiarse en la crítica perpetua, sin aceptar jamás la carga de gobernar.

En el nacimiento de la Internacional comunista, esa tensión respecto a la “abstracción” de los intelectuales revolucionarios se manifestó en toda Europa, aunque con matices distintos. En Oriente, donde los revolucionarios habían tomado efectivamente el poder, los intelectuales se vieron forzados a un aprendizaje duro y acelerado. En marzo de 1920, Lenin recordaba a los cuadros del partido y del Estado que “el arte de la administración” no descendía “del cielo”, ni era “un don del Espíritu Santo” (ol, xxx, 414-416), y que debían aprenderlo con rapidez para no ser derrotados por la contrarrevolución.

En Occidente, en cambio, el proceso tomó otro rumbo. Las esperanzas mesiánicas de una “transformación del poder en amor” no se cumplieron, pero subsistió la desconfianza hacia el poder como fuente inevitable de corrupción intelectual y moral. Así surgió el llamado “marxismo occidental”, caracterizado por la idea de que solo lejos de los gobiernos podía preservarse el “verdadero” marxismo, no degradado en ideología estatal.

Esa visión, sin embargo, debe ser cuestionada. Si bien la distancia respecto al poder puede favorecer la lucidez y el espíritu crítico, también puede llevar a una ceguera peligrosa. La experiencia mostró que la presión de gobernar obligó a dirigentes como Lenin o Mao a abandonar ilusiones mesiánicas y a adoptar una mirada más concreta y realista sobre la construcción de una sociedad poscapitalista. En cambio, el marxismo occidental, aferrado a la “frase” y a la crítica abstracta, terminó encarnando las dos figuras que Hegel había censurado: la “pedantería del deber ser”, que se limita a denunciar sin proponer alternativas, y el “alma bella”, que se refugia en la distancia del poder para conservar una pureza ilusoria.

En suma, mientras los revolucionarios orientales se vieron obligados a aprender la ardua tarea de gobernar, con todas las contradicciones y compromisos que ello conllevaba, los occidentales tendieron a convertir su alejamiento del poder en una virtud en sí misma, sin advertir que esa misma lejanía podía transformarse en una forma de ceguera política.

 

7. La guerra y el acta de defunción del marxismo occidental

 

Reducido a una suerte de religión orientada más a la evasión que a la acción, el marxismo occidental se ha mostrado incapaz de dar respuestas a los problemas actuales, en especial al agravamiento de la situación internacional. Conviene revisar lo ocurrido en las últimas décadas. Durante la guerra contra Libia en 2011, incluso medios de prensa occidentales reconocieron que se trataba de una empresa neocolonial, además de sangrienta. Un destacado filósofo francés, alejado del marxismo, observó: "Hoy sabemos que la guerra ha causado al menos 30 000 muertos, frente a las 300 víctimas de la represión inicial" atribuida a Gadafi (Todorov, 2012). Otras estimaciones arrojan un saldo aún peor. Lo cierto es que el país quedó devastado y su población condenada a elegir entre permanecer en la desesperación o arriesgarse a la huida, con el peligro de la muerte. Sin embargo, ningún representante de relieve del "marxismo occidental" o del "marxismo libertario occidental" denunció esta catástrofe. Algunos, como Rossana Rossanda, cofundadora del periódico marxista Il manifesto, llegaron casi a justificar la intervención militar contra Gadafi, un paso que finalmente sí dio Susanna Camusso, secretaria general de la CGIL, central sindical italiana que hacía tiempo había abandonado sus lazos con el Partido Comunista y con el marxismo de corte oriental.

La pregunta inevitable es cómo se llegó a este extremo. Al estallar la primera guerra contra Irak, cuando el Partido Comunista Italiano ya se encaminaba a la disolución, uno de sus filósofos destacados, Giacomo Marramao, afirmaba en una entrevista de 1991: "Nunca en la historia se ha dado el caso de que un Estado democrático entrase en guerra con otro Estado democrático". Pero esa afirmación choca con los hechos. Gran Bretaña y Estados Unidos, las autodenominadas democracias más antiguas, se enfrentaron militarmente ya en los orígenes de la República norteamericana y, poco después, libraron otra guerra marcada por un fuerte fervor ideológico, al punto de que Jefferson llegó a concebirla como una "guerra de exterminio". Incluso si se aceptara la hipótesis de que las democracias no combaten entre sí, ¿basta eso para minimizar el genocidio que perpetró Estados Unidos contra los pueblos amerindios o el Imperio británico contra los nativos de Australia y Nueva Zelanda? Tocqueville mismo, gran teórico de la democracia, reveló el verdadero rostro de las guerras coloniales occidentales al justificar prácticas abiertamente genocidas contra la población de Argelia. Refutado ya en los albores de la Guerra Fría por Togliatti, el mito sostenido por Marramao demuestra el desfase entre marxismo occidental y luchas anticoloniales.

En 1999 la OTAN lanzó una guerra sin autorización del Consejo de Seguridad de la ONU, bombardeando incluso "objetivos civiles" (Ferguson, 2001) para desmembrar Yugoslavia. Sus defensores fueron explícitos: "Solamente el imperialismo occidental —aunque a pocos les guste llamarlo por su nombre— puede unir hoy el continente europeo y salvar a los Balcanes del caos" (Kaplan, 1999). Otro comentarista escribía: "Hoy el mundo debería tomar nota. Kosovo [convertido en sede de una enorme base militar estadounidense] ha traído algo bueno: la OTAN quiere y puede hacer todo lo necesario para defender sus intereses vitales" (Fitchett, 2000). Aun así, un exponente del marxismo occidental se atrevió a declarar que no era una acción imperialista norteamericana, sino "una operación internacional" destinada a "tutelar los derechos humanos" (Hardt, 1999). Poco después, en Imperio, Hardt y Negri anunciaban que ya no tenía sentido hablar de imperialismo en términos leninistas: el mundo se había unificado política y económicamente y se podía incluso hablar de "paz perpetua y universal" (Hardt y Negri, 2000). Pero este discurso optimista coincidía, en los hechos, con una rehabilitación del imperialismo, camuflada bajo nuevos lenguajes.

Tras la caída de la Unión Soviética y el bloque socialista, Occidente, liderado por Estados Unidos, desplegó una sucesión de guerras sin aval de la ONU, demostrando su poder sin contrapesos. En medio de la euforia, se proclamaba la victoria definitiva. En 1991, el académico Barry G. Buzan sostenía que Occidente había "triunfado sobre el comunismo y el tercermundismo" y estaba en condiciones de rehacer el mundo a su antojo. Karl Popper, filósofo de referencia para la "sociedad abierta", señalaba un año después que las antiguas colonias habían sido liberadas "demasiado aprisa" y de manera "excesivamente simple", como si se tratara de abandonar un hospicio a su suerte. En 1993, The New York Times Magazine publicaba un artículo titulado sin tapujos: "Vuelve el colonialismo, ¡ya era hora!", firmado por Paul Johnson. Más tarde, Foreign Affairs, revista cercana al Departamento de Estado, escribía en 2002 sobre "la lógica del imperialismo" o "del neoimperialismo", considerada "demasiado aplastante" para resistirse a ella. Y Niall Ferguson, historiador de gran éxito, llegó a proponer la creación de un "Colonial Office" al estilo británico, celebrando a Washington como "el poder imperial más magnánimo que jamás haya existido" (Losurdo, 2013).

Sin embargo, este proyecto colonial e imperial fue encontrando crecientes obstáculos. En consecuencia, se multiplicaron los análisis que advertían sobre el riesgo de una guerra a gran escala, incluso con amenaza nuclear. Estados Unidos buscaba asegurarse, según Romano (2014), "la posibilidad de dar ellos impunemente el primer golpe [nuclear]", lo que les otorgaría un poder de coerción extraordinario sobre el resto del mundo. Tal lógica explica la decisión del presidente Bush en 2002 de retirarse de un tratado firmado treinta años antes, considerado "quizás el acuerdo más importante de la Guerra Fría" (Romano, 2015), que limitaba la construcción de defensas antimisiles y, por lo tanto, impedía aspirar a una invulnerabilidad nuclear absoluta.

El escenario de guerra que prepara Estados Unidos se dirige fundamentalmente contra China, surgida de la mayor revolución anticolonial del siglo XX y aún gobernada por un Partido Comunista sólido, y contra Rusia, que bajo Putin rompió con la subordinación neocolonial de la era Yeltsin, cuando una privatización salvaje había dejado el inmenso patrimonio energético del país casi bajo control occidental.

Frente a este panorama, el marxismo occidental aparece desarmado. Por un lado, la proclamación de una "paz perpetua y universal" por parte de Hardt y Negri lo condujo a la parálisis; por otro, la identificación, al estilo de Marramao, entre democracia y paz se ajusta demasiado bien a la ideología occidental de la guerra y puede servir para legitimar una cruzada contra China y Rusia. A su vez, la tesis de David Harvey sobre rivalidades eternas y "guerras interimperialistas" resulta insuficiente, pues no explica las campañas militares emprendidas por Occidente en un periodo en que Estados Unidos gozaba de supremacía incontestada: Panamá en 1989, Irak en 1991, Yugoslavia en 1999, nuevamente Irak en 2003, Libia en 2011 y la intervención en Siria ese mismo año. En todos los casos, Washington y sus aliados actuaron sin autorización de la ONU, arrogándose el derecho de intervenir en cualquier rincón del mundo.

Para comprender el presente es indispensable tener en cuenta la revolución anticolonialista del siglo XX —con frecuencia dirigida por partidos comunistas— y el proyecto de hacerla retroceder, que constituye el núcleo de la "revolución neoconservadora" y de la política exterior estadounidense. El marxismo occidental, nacido de la indignación ante la carnicería de la Primera Guerra Mundial, no ha sabido oponerse a las guerras neocoloniales posteriores ni está preparado para enfrentar el peligro de una guerra mundial en ciernes. De ahí que solo quede constatar su defunción.

 

CAPÍTULO VI. CÓMO PUEDE RESUCITAR EL MARXISMO EN OCCIDENTE

 

1. Marx y el futuro en cuatro etapas

 

La cuestión sobre si el marxismo puede resurgir en Occidente, y bajo qué condiciones, obliga a examinar de qué manera el pensamiento de Marx y Engels se entrelazó —y también chocó— con el curso real de la historia del siglo XX, un escenario que, naturalmente, ellos no podían prever. Su discurso estaba siempre orientado hacia la transformación del orden existente y se apoyaba en la idea de un futuro cuya realización sería garantizada por el proletariado —la clase revolucionaria por excelencia— y por el partido que representaba políticamente sus intereses.

Conviene aclarar, sin embargo, que el futuro al que ambos pensadores remitían no era unívoco, sino que se desplegaba en cuatro etapas muy diferentes entre sí.

En La cuestión judía (1844), Marx observaba que la República norteamericana podía considerarse como el país de la "emancipación política plena". Allí, al menos para la población blanca, se había abolido casi por completo la discriminación basada en la propiedad: la gran mayoría de los varones adultos, incluso los pobres, tenían derecho a votar y podían ser elegidos. Dicho de otro modo, y retomando las categorías de los Grundrisse, las viejas "relaciones de dependencia personal" de la sociedad feudal habían sido reemplazadas por la "independencia personal, que se asienta sobre la dependencia material" (Marx, 1953, 75 [trad. esp., 85]).

De este modo, en el plano jurídico se imponían la libertad y la igualdad; sin embargo, las relaciones de producción y distribución de la riqueza mantenían desigualdades profundas, siendo la principal la "esclavitud asalariada" que pesaba sobre los obreros, libres en el papel, pero sometidos de hecho a los que controlaban el capital. Según esta visión, las discriminaciones que aún impedían la plena participación política de determinados sectores desaparecerían de manera gradual, como resultado de la propia lógica interna de la sociedad burguesa. Así, el primer futuro que Marx y Engels vislumbraban era un futuro en acto: no un porvenir poscapitalista, sino el que la misma sociedad burguesa desarrollaría progresivamente.

Pero la superación del capitalismo, con la abolición de la explotación asalariada y la incorporación de la emancipación económica y social a la emancipación política, requería otro horizonte. En la Crítica del programa de Gotha, Marx anticipaba un período de transición bajo la "dictadura revolucionaria del proletariado" (MEW, XIX, 28), que daría inicio a la transformación socialista. Para él, se trataba de un futuro próximo, una etapa que ya estaba en el umbral de su época.

Ese proceso desembocaría en el comunismo. Tal como proclamaba el Manifiesto comunista: "en lugar de la vieja sociedad burguesa, con sus clases y sus antagonismos de clase, imperará una forma de asociación en la cual el libre desarrollo de cada uno es condición del libre desarrollo de todos" (MEW, IV, 482). Este horizonte, que suponía la derrota total del capitalismo, correspondía a un futuro remoto. Y cuando se lo imaginaba como una sociedad sin contradicciones ni conflictos, capaz incluso de prescindir del Estado, se transformaba en un futuro utópico.

En síntesis, después del futuro en acto, ligado al avance de la sociedad burguesa hacia la "emancipación política plena", el esquema de Marx y Engels incluía tres futuros más: el próximo (la dictadura del proletariado), el remoto (el comunismo) y el utópico (la comunidad humana sin Estado).

No obstante, la historia se desarrolló de manera muy distinta a lo que ellos previeron. En Occidente, la "emancipación política plena" no fue producto de una evolución interna espontánea del capitalismo. La primera gran exclusión, la que reservaba los derechos políticos a los propietarios, fue abolida únicamente gracias a prolongadas luchas del movimiento obrero, inspirado en ideas socialistas y marxistas. Lo mismo ocurrió con la segunda gran discriminación, la que negaba a las mujeres tanto la ciudadanía política como el acceso a las profesiones liberales, relegándolas a la esfera doméstica o a los empleos más precarios.

Más decisiva aún fue la tercera gran discriminación: la que afectaba a los pueblos coloniales o de origen colonial. En la República norteamericana, considerada por Marx el ejemplo de "emancipación política plena", la abolición de la esclavitud negra no fue resultado de una evolución gradual, sino de una sangrienta guerra civil, más mortífera que las dos guerras mundiales sumadas para la población de Estados Unidos. Y, pese a la derrota del Sur esclavista, las relaciones laborales serviles siguieron existiendo en las colonias durante buena parte del siglo XX.

En definitiva, siglos de expansión capitalista bajo hegemonía de potencias liberales no garantizaron la emancipación política. Marx, al elaborar un modelo teórico abstracto, podía sostener que la dinámica interna de la sociedad burguesa tendía hacia esa emancipación; en la práctica, prevaleció con más fuerza la tendencia opuesta: el expansionismo colonial, que consolidó desigualdades extremas, no solo en las colonias, sino también en las propias metrópolis.

Basta recordar que en Estados Unidos, incluso después de la Guerra de Secesión, los negros fueron privados de derechos políticos y civiles, sometidos a linchamientos públicos y a humillaciones que los equiparaban a animales. Algo similar ocurría en la China semicolonial, donde los habitantes eran tratados con desprecio racial, tanto en su tierra como en su emigración hacia América.

 

2. La larga lucha contra el sistema colonialista-esclavista mundial

 

En este contexto, es necesario revisar el esquema histórico planteado por Marx, así como su concepción de la emancipación. Para él, el punto de partida estaba en la Revolución americana —que habría inaugurado la "emancipación política plena"— y en la Revolución francesa, que universalizó el debate sobre la emancipación política en Europa. Sin embargo, la independencia de Estados Unidos fue, en lo relativo a las relaciones con los pueblos coloniales y esclavizados, más una contrarrevolución que un proceso emancipador.

Las colonias, de hecho, fueron el espacio donde se consolidó la forma más brutal de poder: esclavitud, explotación masiva e incluso genocidio. Y la mayoría de la humanidad estuvo sometida, directa o indirectamente, a ese sistema. La primera gran fractura de este orden no vino de Europa, sino de la insurrección de los esclavos de Santo Domingo, liderados por Toussaint Louverture, que infligió un golpe decisivo al capitalismo esclavista. Si se quiere situar la Revolución francesa como inicio del gran enfrentamiento entre emancipación y contraemancipación, habría que ampliarla hasta incluir, entre 1789 y 1791, tanto la caída del Antiguo Régimen en Francia como la sublevación colonial en el Caribe.

El sistema colonialista-esclavista puede describirse atendiendo a voces de la propia tradición liberal. Macaulay, historiador británico, hablaba del "reino de terror" que Inglaterra instauró en India, mucho peor que las injusticias de dominadores anteriores. Gustave de Beaumont, al referirse a Irlanda, denunciaba una "opresión religiosa que supera todo lo imaginable". Y en Estados Unidos, tras la revuelta de esclavos en Virginia en 1831, el clima de terror alcanzó incluso a los blancos críticos con la esclavitud: el miedo impedía cualquier expresión de disenso.

Filósofos como Herbert Spencer, pese a ser liberales, denunciaron que el colonialismo equivalía a "exterminio", practicado contra nativos de América, Australia, India y otros lugares. A fines del siglo XIX, Roosevelt llegaba a teorizar abiertamente una "guerra de exterminio" contra pueblos coloniales, incluso contra "mujeres y niños". En Estados Unidos, no faltaban quienes defendían la "extinción de los inadaptados" como una "ley divina de la evolución".

No resulta arbitrario, por tanto, vincular las prácticas coloniales con los horrores del fascismo y el nazismo. Hitler pretendía imitar a Gran Bretaña y a Estados Unidos, creando unas "Indias germanas" en Europa del Este. Conceptos como Untermensch y Endlösung habían surgido, en versiones inglesas, en el contexto colonial.

Incluso tras la abolición de la esclavitud formal, aparecieron nuevas formas de servidumbre: los coolies procedentes de India y China, o los trabajos forzados en las colonias. Lenin tenía razón al afirmar que la Primera Guerra Mundial fue una "guerra entre esclavistas por la consolidación y el fortalecimiento de la esclavitud" (supra, II, § 1). Millones de africanos e indios fueron enviados por Inglaterra a morir en una guerra que no les pertenecía, lo que confirma que las potencias coloniales ejercían sobre ellos un poder absoluto de vida o muerte.

El nazismo no inventó el trabajo forzado en masa; simplemente lo llevó a una escala más brutal, inspirándose en las prácticas coloniales de las potencias liberales. La ideología racial también era heredera de esas experiencias: basta leer las proclamas supremacistas del Sur estadounidense a comienzos del siglo XX, donde se proclamaba que "este es un país de blancos" y que el negro debía ocupar siempre un lugar inferior.

El Imperio japonés copió las formas de colonización europeas, mientras que los nacionalistas italianos que desembocaron en el fascismo se formaron en la escuela colonial británica y estadounidense.

Y tras la derrota del nazismo, el colonialismo no desapareció. En Kenia, durante la rebelión Mau Mau (1952-1959), las autoridades británicas aplicaron torturas, trabajos forzados y ejecuciones en campos de concentración. En América Latina, las dictaduras apoyadas por Estados Unidos recurrieron a prácticas genocidas contra pueblos indígenas, como documentó la Comisión de la Verdad en Guatemala.

Frente a todo esto, el movimiento comunista fue la principal fuerza que golpeó al sistema colonialista-esclavista. Su impacto se dejó sentir incluso en el corazón de las metrópolis capitalistas. Los afroamericanos, sometidos a un régimen de supremacía blanca, encontraron en la Revolución de Octubre un motivo para rebelarse. Algunos proclamaban: "Si combatir por los propios derechos significa ser bolchevique, entonces […] somos bolcheviques" (Franklin, 1947, 397-398).

Ser comunista en Estados Unidos significaba desafiar no solo al capital, sino a la supremacía racial, con el riesgo de cárcel, palizas o incluso la muerte. Y pese a la miseria de la Gran Depresión, esa lucha no se interrumpió, sino que fortaleció la unidad de blancos y negros dentro del Partido Comunista.

Hacia 1952, el gobierno estadounidense comprendió que la segregación racial alimentaba la propaganda comunista y debilitaba la legitimidad internacional de su democracia. Por ello, la Corte Suprema declaró inconstitucional la segregación en las escuelas. En suma, la desarticulación del régimen de supremacía blanca en Estados Unidos no puede entenderse sin el desafío planteado por la Revolución de Octubre y por el movimiento comunista mundial.

 

3. Dos marxismos y dos temporalidades distintas

 

El derrumbe del sistema colonial-esclavista global se produjo en medio de circunstancias extremadamente violentas y trágicas. En Santo Domingo, posteriormente Haití, el enfrentamiento entre quienes defendían la esclavitud y la dominación colonial y quienes se oponían a ellas derivó finalmente en una guerra total. Es tentador colocar estos procesos en un mismo nivel y compararlos, por ejemplo, con la experiencia de la joven república estadounidense. A primera vista, la lógica parece cuadrar: los Estados Unidos, como democracia en ascenso, se mostrarían superiores tanto al despotismo de la Francia napoleónica como a la violencia desatada en Haití. Sin embargo, la realidad fue radicalmente distinta. Francia, bajo el poder militar de Napoleón, y Estados Unidos, bajo Jefferson, coincidieron en combatir a un pueblo que había logrado sacudirse el yugo colonial y abolir la esclavitud; el primero recurriendo a su potente maquinaria bélica, y el segundo imponiendo un embargo y un bloqueo naval destinados a condenar al hambre a los negros rebeldes y desobedientes.

La teoría contemporánea del totalitarismo incurre en un formalismo análogo. Acerca y coloca en el mismo plano la Unión Soviética de Stalin y el Tercer Reich de Hitler, olvidando que este último buscaba colonizar y esclavizar pueblos enteros apelando de manera constante a la tradición colonial de Occidente, inspirándose tanto en la política racial de Estados Unidos como en el modelo expansivo del Imperio británico. Lo lamentable es que buena parte del marxismo occidental adoptó, de manera parcial o total, esta misma lectura del siglo XX, equiparando la manifestación más brutal del sistema colonial-esclavista con su enemigo más consecuente. Así, obras como Imperio asimilaban sin matices a la Unión Soviética y al Tercer Reich: al país que llamaba a los esclavos de las colonias a rebelarse y al país que intentaba volver a encadenarlos. En ese balance tan apresurado y simplificador, la revolución anticolonial global desaparece por completo, del mismo modo que queda borrada en las famosas sentencias en las que Žižek reduce a Stalin a un simple fabricante de cadáveres en serie y a Mao a un déspota oriental responsable de muertes masivas por hambre.

Los países de orientación socialista y comunista —ubicados fuera del Occidente desarrollado— se vieron obligados a asumir la tarea que Marx había atribuido originalmente a la revolución burguesa: la realización de la "emancipación política plena". Frente a la incapacidad de la burguesía para cumplir esta misión, esos países encarnaron, de hecho, el "futuro en acto" previsto por Marx, es decir, el momento en que se expropia el poder político de la burguesía y se instaura la "dictadura revolucionaria del proletariado". Esta dinámica no solo se manifestó en el plano político, sino también en el económico. Según El manifiesto comunista, la creación de "nuevas industrias" de alcance global era una cuestión vital para todas las naciones “civilizadas”. Aunque esta tarea seguía inscrita en el marco burgués, bajo el imperialismo los países que fracasaban en ella quedaban condenados a la subordinación neocolonial, especialmente si eran hostiles a Occidente y, por ello, víctimas de embargos económicos o tecnológicos. De este modo, el llamado marxismo “oriental” quedó detenido a las puertas del futuro poscapitalista estricto, mientras el marxismo occidental volcaba toda su atención en ese porvenir lejano, el del futuro remoto y utópico.

Así, emergieron dos marxismos articulados en torno a dos temporalidades diferentes: el marxismo oriental, anclado en el futuro inmediato y en el “futuro en acto”; y el marxismo occidental, fascinado por la fase más avanzada del futuro próximo, así como por el futuro remoto y utópico. Marx y Engels habían entrevisto ya este dilema, ofreciendo dos definiciones distintas del comunismo. La primera se refiere a una etapa lejana en la que desaparecerán las clases y la sociedad superará su “prehistoria”. La segunda, mucho más inmediata, sostiene que "llamamos comunismo al movimiento real que deroga el actual estado de cosas" y que "los comunistas apoyan por doquier cualquier movimiento revolucionario contra las condiciones sociales y políticas existentes". En estas formulaciones se tiende un puente entre el presente revolucionario y el futuro remoto.

Por ello, si el marxismo occidental quiere renovarse, debe aprender a integrar ambas temporalidades, sin descalificar el presente revolucionario en nombre de ideales utópicos. Cuando se condena la experiencia concreta de sociedades posrevolucionarias como mera degeneración, se incurre en un error: se desprecia la prosa de las tareas inmediatas en nombre de la poesía de un porvenir idealizado. Esta actitud, ajena al espíritu de Marx y Engels, priva al marxismo de su fuerza emancipadora. En realidad, amputar la temporalidad plural del proyecto marxiano implica, al mismo tiempo, amputar su alcance espacial, pues supone excluir a gran parte de la humanidad que apenas comenzaba a dar sus primeros pasos hacia la modernidad. La recuperación del marxismo en Occidente exige, por tanto, superar esa doble amputación, temporal y espacial.

 

4. Restablecer la relación con la revolución anticolonialista mundial

 

Superar esa amputación no será posible mientras los marxistas occidentales no restablezcan el vínculo con la revolución anticolonialista mundial, dirigida en muchos casos por partidos comunistas. Esta fue la gran cuestión del siglo XX y sigue siendo esencial en el siglo XXI. Recuperar esa relación significa, ante todo, reincorporar la dimensión colonial en el balance histórico del marxismo. Cuando Colletti rompió con la tradición marxista, sostuvo, al igual que después Althusser, que el movimiento comunista había fracasado porque en ninguna parte se produjo la “extinción del nuevo Estado revolucionario” prometida por los bolcheviques. En contraste, tres décadas antes, Merleau-Ponty —crítico severo, pero respetuoso del comunismo— señalaba que la Guerra Fría no podía entenderse como una mera oposición entre mundo libre y totalitarismo. Recordaba que "el liberalismo occidental se asienta sobre el trabajo forzado en las colonias" y advertía: "Solo tenemos derecho a defender los valores de libertad y de conciencia si al hacerlo estamos seguros de que no servimos a los intereses de un imperialismo y no participamos en sus mistificaciones".

Si se adopta esta perspectiva, se reconoce que el comunismo desempeñó un papel fundamental en la destrucción del sistema colonial-esclavista mundial. En los Estados Unidos de inicios del siglo XX, la supremacía blanca —denunciada como "autocracia absolutista racial"— estaba profundamente arraigada, hasta el punto de evocar, en ciertos aspectos, al Tercer Reich. Fue contra ese régimen planetario que se levantó el movimiento inaugurado por la Revolución de Octubre. Y aunque hoy se celebre la victoria de Occidente en la Guerra Fría como derrota del comunismo, también se la vivió como derrota del tercermundismo y premisa de un regreso del colonialismo.

En la actualidad, aunque el discurso ya no hable de razas ni de jerarquías raciales, la persistente exaltación de Occidente como único depositario de la civilización muestra que la revolución anticolonial sigue inconclusa. De allí que los marxistas occidentales deban mirar con simpatía no solo a pueblos aún sometidos al colonialismo clásico, como Palestina, sino también a aquellos países que, tras una revolución anticolonial, buscan evitar caer en una dependencia económica y tecnológica semicolonial. No se trata de aceptar acríticamente sus postulados, sino de atender al llamado de Merleau-Ponty cuando advertía contra un “liberalismo agresivo” que ignora las condiciones históricas y geográficas concretas en que surgen los sistemas políticos.

Incluso pensadores como Maquiavelo o Alexander Hamilton recordaron que, en contextos de inseguridad geopolítica, los “órdenes nuevos” y los propios Estados liberales recurren inevitablemente a un poder extraordinario y sin limitaciones. Reconocer estas circunstancias no significa justificar abusos, sino comprender que la emancipación política y social no se realiza en el vacío, sino en medio de tensiones y peligros.

Finalmente, restablecer la relación con la revolución anticolonial implica entender que esta no es una cuestión secundaria o profana, sino la forma concreta que la emancipación adoptó en los siglos XX y XXI. El ascenso económico y tecnológico de China, calificado por algunos estudiosos como el acontecimiento más importante de los últimos quinientos años, marca el cierre de la era inaugurada por Colón, en la que los europeos podían imponer su voluntad al resto del mundo. La revolución anticolonial y la destrucción del sistema colonial-esclavista mundial plantean, así, el problema de la construcción poscapitalista en un marco totalmente nuevo.

Quien considere ajena al proyecto marxiano esta historia que se despliega desde la Revolución de Octubre, reproduce el error doctrinario que Marx había criticado en su juventud, cuando advertía que la crítica revolucionaria debía partir de las "luchas reales" y no de consignas abstractas. Solo superando esa tentación dogmática será posible que el marxismo recupere en Occidente su fuerza emancipadora.

 

5. La lección de Hegel y el resurgir del marxismo en Occidente

 

El problema que enfrenta el marxismo occidental no es únicamente político, sino también filosófico. Se trata de recuperar una enseñanza esencial de Hegel, quien afirmó que "la filosofía es el propio tiempo aprehendido por el pensamiento" (Hegel, 1821/1969-1979, vii, 26). No es casual que el autor de esta definición, como recuerda su biógrafo, "solía leer un ingente número de periódicos —algo que solo puede hacer en general un hombre de Estado—", de modo que siempre "podía disponer de una enorme masa de datos de hecho en apoyo de su tesis" (Rosenkranz, 1844, 432). Este testimonio permite imaginar el lugar de trabajo del filósofo: junto a los textos clásicos de la tradición filosófica y del pensamiento universal, se acumulaban recortes de periódicos alemanes e internacionales. Su sistema se fue forjando, por tanto, en una confrontación constante con la actualidad. Hegel observaba con suma atención los acontecimientos políticos, pero no se limitaba a ellos en su inmediatez: se preguntaba además por el significado lógico y epistemológico de las categorías empleadas en la lucha política, tanto por los protagonistas como en el discurso que los rodeaba. Los hechos concretos se insertaban así en una perspectiva más amplia.

Esa pasión política, manifestada en la lectura voraz de periódicos, se refinaba en contacto con los grandes textos de la tradición filosófica, adquiriendo profundidad histórica y teórica. En su obra, política, lógica e historia aparecían fuertemente entrelazadas. El escritorio de Marx no era muy distinto, aunque en él Hegel ocupaba el lugar central entre los clásicos. Sin embargo, la urgencia de los acontecimientos, sumada al impulso de vincular estrechamente teoría y práctica, le impidió elaborar plenamente un sistema acabado y llevar a término el proyecto que, según Engels, acarició durante largo tiempo: redactar un Sumario de dialéctica, concebido quizá como una reelaboración de la Ciencia de la lógica hegeliana (mew, xxxvi, 3).

La tesis hegeliana de que filosofar es aprehender conceptualmente el propio tiempo adquiere, en Marx, un significado adicional: no solo se trata de comprender la época mediante un aparato categorial riguroso, sino también de reconocer que las conceptualizaciones y los sistemas filosóficos aparentemente más abstractos contienen huellas de su tiempo, de sus contradicciones y conflictos.

El marxismo occidental, sin embargo, ha olvidado estos dos gestos fundamentales, los mismos en los que se originó el materialismo histórico. En sus últimas fases, en lugar de rastrear las marcas del tiempo histórico en los sistemas más abstractos de los grandes filósofos, se ha dedicado, con excesivo celo, a borrarlas. Así, aunque el vínculo entre Heidegger y Schmitt con el Tercer Reich resulta evidente, y la visión de Nietzsche sobre la esclavitud como base de la civilización remite con claridad a los debates del siglo XIX en torno a la abolición, el marxismo occidental ha preferido blanquear esas huellas, recurriendo a una especie de hermenéutica de la inocencia en lugar de a una investigación histórica más rigurosa.

Algo similar ha ocurrido con el otro gesto teórico, el que exigía recurrir al concepto y al trabajo conceptual para comprender incluso los problemas más inmediatos del presente. El escritorio de los pensadores del marxismo occidental se muestra muy diferente al de Hegel y Marx. En 1942, Horkheimer, por ejemplo, no parecía disponer de un "inmenso número de periódicos", o quizá carecía de ánimo para consultarlos. De ahí que pudiera indignarse por el hecho de que en Moscú se sofocara el ideal de la extinción del Estado, sin advertir que, en ese mismo momento, la Wehrmacht estaba a punto de transformar la Unión Soviética en una vasta colonia destinada a proveer de materias primas y mano de obra esclava al Tercer Reich. Su análisis carecía de información esencial, de modo que sus conceptos flotaban en el vacío. Más que un filósofo empeñado en pensar a partir de las contradicciones del presente y en proyectar una transformación posible, Horkheimer aparecía como un profeta nostálgico de un mundo absolutamente nuevo, sin relación con la gran batalla entre emancipación y opresión que se libraba en su tiempo.

Un error análogo puede rastrearse en Imperio de Hardt y Negri. Mientras proclamaban la desaparición del imperialismo y el advenimiento de una "paz perpetua y universal", los intelectuales y publicistas occidentales, envalentonados por la victoria en Yugoslavia, rehabilitaban el colonialismo y justificaban nuevas guerras en nombre de la pax americana. Uno no puede dejar de preguntarse qué periódicos había sobre el escritorio de Hardt y Negri al anunciar un mundo sin guerras.

El caso de Marcuse resulta aún más significativo. Supo señalar con precisión que un país poco desarrollado, para liberarse del sometimiento neocolonial, necesita un Estado fuerte en lo político y lo económico. Sin embargo, su lucidez analítica fue superada por aspiraciones subjetivas: suspiraba con que "la transformación cuantitativa debería volverse siempre cualitativa, desapareciendo el Estado" (Marcuse, 1964, 63 [trad. esp., 78]); o encontraba en anécdotas mínimas, como la disposición de los bancos en los parques de Hanói durante la guerra, señales de una "nueva antropología" (Marcuse, 1967a, 48). Una vez más, el profeta desplazaba al filósofo.

Esa misma tendencia aparece en Žižek, quien desprecia la lucha antiimperialista, considerándola una distracción frente a la tarea de destruir el capitalismo. Pero ya en tiempos de la Guerra de Secesión, Marx había combatido contra quienes, en nombre del socialismo, predicaban la indiferencia política, incapaces de comprender la inmensa emancipación implícita en la abolición de la esclavitud. Contra esa mirada, Marx, Hegel y Lenin nos enseñan que el universal siempre adopta una forma concreta; que es absurdo tachar de "menudencias" a las luchas reales; y que quienes esperan una revolución "pura" jamás llegarán a verla.

 

6. Oriente y Occidente: del cristianismo al marxismo

 

El marxismo, nacido en el corazón de Occidente, se expandió tras la Revolución de Octubre hasta alcanzar regiones con condiciones económicas y sociales más atrasadas y culturas muy distintas. Esta difusión universal abrió un proceso de escisión, inseparable de una victoria histórica. Algo similar había ocurrido con las grandes religiones, como el cristianismo, con el que Engels comparó repetidas veces el movimiento socialista.

En el caso del cristianismo, la división entre ortodoxos por un lado y católicos y protestantes por el otro coincidía, en lo esencial, con la separación entre Oriente y Occidente. Hubo un momento, entre finales del siglo XVII y principios del XVIII, en que el cristianismo parecía a punto de afianzarse en Asia: los jesuitas gozaban de gran prestigio en China porque aportaban conocimientos científicos y médicos avanzados y, además, se adaptaban a la cultura local, mostrando respeto por Confucio y por el culto a los antepasados. Sin embargo, cuando el papa intervino para defender la pureza doctrinal del catolicismo, el emperador chino reaccionó expulsando a los misioneros. Mientras el cristianismo aceptó integrarse en la cultura china y contribuir a su desarrollo, fue bien recibido; cuando se mostró como una religión que predicaba una salvación ultramundana e irrespetuosa con las costumbres locales, se le rechazó como un cuerpo extraño.

Algo parecido ocurrió con el marxismo. Bajo Mao, el Partido Comunista Chino impulsó la "chinificación del marxismo", empleándolo como herramienta en la lucha de liberación contra el colonialismo y como medio para desarrollar las fuerzas productivas que garantizaran la independencia económica y tecnológica. Se trataba de renovar una nación con una larga civilización, humillada por un siglo de dominación extranjera desde las guerras del Opio. La República Popular China nunca negó su perspectiva socialista y comunista, pero la despojó de todo mesianismo, concibiéndola como un proceso histórico prolongado, en el que la emancipación social y la nacional eran inseparables.

Occidente, sin embargo, reaccionó con desconfianza. El marxismo occidental, guardián de la ortodoxia doctrinal, excomulgó esta versión “oriental”, a la que juzgaba poco seria o incluso banal. Fascinado por la belleza de un futuro utópico desligado de condicionamientos materiales —como el desarrollo económico o la situación geopolítica—, el marxismo occidental no supo reconocer la legitimidad de un camino que concebía la emancipación como un proceso histórico largo y condicionado.

Este desencuentro no se limitó a China. Tras seguir con entusiasmo la resistencia épica de Vietnam contra Francia y luego contra Estados Unidos, el marxismo occidental volvió la espalda al país cuando, victorioso, se dedicó a la tarea prosaica de la construcción económica. Algo semejante ocurrió con Cuba: mientras la isla resistía la agresión militar de 1961, despertaba admiración; cuando, en tiempos más tranquilos, buscó consolidar su independencia económica haciendo concesiones prudentes al mercado e inspirándose parcialmente en el modelo chino, perdió atractivo a ojos de los marxistas occidentales.

De este modo, la revolución anticolonial fue apreciada en su primera etapa, la de la lucha política y militar, pero sus esfuerzos en la segunda etapa, la de la independencia económica y tecnológica, suscitaron indiferencia o incluso hostilidad. Esta incapacidad para percibir los giros del siglo XX provocó una escisión entre los dos marxismos: el oriental y el occidental. Y esa división resulta tanto más peligrosa en un momento en que vuelven a acumularse los nubarrones de una gran guerra.

Superar esta escisión no significa negar las diferencias entre Oriente y Occidente: son innegables las divergencias en cuanto a cultura, desarrollo económico y político, y tareas pendientes. En Oriente, la perspectiva socialista no puede disociarse de la conclusión de la revolución anticolonial; en Occidente, debe centrarse en combatir un capitalismo cada vez más polarizador y militarista. Pero estas diferencias no deberían convertirse en antagonismo.

La excomunión del marxismo oriental no debilitó a este, sino a su juez. Por ello, si el marxismo occidental quiere resurgir, debe abandonar el dogmatismo y recuperar la disposición de filosofar desde la propia época, comprendiendo sus contradicciones y sus luchas reales, en lugar de refugiarse en profecías desligadas del presente. Solo así podrá renovarse y desarrollarse.